Érase una vez el embajador de una gran potencia, que propiamente no era embajador sino alto representante para las relaciones exteriores, en el que la altura del título no designa el rango en el escalafón sino la cercanía a las nubes. Tampoco la gran potencia tenía la textura compacta que la geopolítica atribuye a una potencia sino que más bien es una federación de comercio como la que aparece en Star Wars, variada, diversa y a menudo antojadiza. Bien, es el caso que el mencionado embajador fue a Rusia, esta sí es una potencia de mando único, a leer la cartilla a sus dirigentes y recibió una respuesta que dejó al emisario sin palabras, y confundido y perplejo volvió a su despacho donde le esperaba otra sorpresa: la asamblea parlamentaria de la federación reunida y de uñas, que pedía su dimisión.

El parlamento galáctico es tan inoperante como el alto representante, así que fue este un lance sin consecuencias. Lo curioso fueron los argumentos del embajador que revelan una crisis existencial: si a Rusia puede ir todo el mundo menos el alto representante, ¿para qué lo quieren? A lo que añadió con precisión de hombre de ciencias: ha habido diecinueve misiones oficiales a Moscú en los dos últimos años ¿y yo no puedo ir? El alegato derivó inevitablemente en lo que sabemos: ¿Creen que no me habría gustado entrar en un cuerpo a cuerpo [¿a puñetazos?] con la comparación de Navalni, que ha sufrido un intento de asesinato y va de juicio en juicio con la de algún eurodiputado y algunos colegas suyos que hacen campaña electoral en Catalunya?

Ya hemos llegado a casa y a la sinopsis del suceso: a) un embajador muy motivado, también por razones personales y b) una catástrofe diplomática con expulsiones a chorro de diplomáticos a un lado y a otro de lo que antaño se llamó el telón de acero y del que diríase que hay cierta nostalgia. La misión en Moscú fue autorizada por el consejoeuropeo, el órgano que forman los gobiernos de los países miembros de la unión, lo que no quiere decir que estos gobiernos tengan una política común ni la misma sensibilidad respecto a Rusia y sus asuntos, de manera que el alto representante no estaba en condiciones de formular ninguna observación o propuesta seria porque carecía de la exigida unanimidad del  órgano que representaba.

Este escribidor le tiene ley a don Josep Borrell. Es un socialdemócrata cabal, acredita una carrera política excepcional y su preparación académica está a años luz de la media de quienes hoy forman el gobierno y la oposición del país. Fue una promesa del pesoe cuando el partido se descomponía hace más de veinte años; ganó las elecciones primarias contra el aparato del partido, si bien renunció a la victoria por presiones del mismo aparato y dimitió después sin pestañear por una corruptela perpetrada por dos subordinados. Pero el cambio de los tiempos ha deslucido su figura y lo ha convertido en el embajador de una isla desierta.