Los hechos tienen una suerte histórica desigual. Unos son olvidados; otros, elevados al rango de epopeya y, por último, hay una especie de limbo para un tercer grupo que queda a medio camino entre el olvido y la leyenda. Los sucesos del 23F pertenecen a este campo donde excavan historiadores y novelistas. Una fecha mítica, como dice el tópico, y a falta de otra mejor, quizá la jornada fundacional de nuestro actual sistema político, el día que aprendimos a distinguir qué era lo bueno y qué lo malo y que más vale pájaro en mano que ciento volando, que diría Sancho Panza. Aceptamos una democracia mansa, una libertad sin ira, y una banda de guardias civiles asaltó el congreso y secuestró a las instituciones del estado, elegidas en las urnas. Como para fiarte de este país, así que toca madera.
Intento recordar, cuarenta años después, cómo viví aquellas horas y solo alcanzo a rescatar una ansiedad difusa, mezcla de miedo y curiosidad, y un pequeño televisor en blanco y negro en el que aparece el rey de uniforme militar. El gran uniformado podía estar a este lado o al otro pero por suerte, creo, estaba a este, porque en caso contrario no hubiéramos podido contarlo. Así que después de la real aparición nos fuimos a dormir. Los peatones vivimos en la historia como Fabrizio del Dongo en la batalla de Waterloo.
La vida es muy larga, si la suerte biológica te acompaña, y los revolucionarios terminan en dictadores perpetuos y los delincuentes financieros en yoguis fumados. Aquel rey de la tele en blanco y negro ha devenido por méritos propios en un paria y la muchachada que aspira a derogar el régimen del 78 está empeñada en acumular cargos contra la monarquía negando su papel en el 23F. Fue un papel paradójico, sin duda, porque derrocar al rey no estaba entre los objetivos de los golpistas. Los más conspicuos –el bronco Milans, el sinuoso Armada- eran monárquicos y los más arriscados –el esperpéntico Tejero- reconocían que el rey era el heredero de Franco, su ídolo. Luego están todas esas interminables horas de apagón informativo que llega hasta hoy en las que solo parece de funcionaron los teléfonos de La Zarzuela porque el resto del país estaba maniatado, hasta la famosa aparición en la tele.
¿Qué pasó por la cabeza del monarca en aquellas horas? A los efectos del razonamiento, aceptemos la premisa de que don Juan Carlos no era demócrata; los reyes no suelen serlo, por razones obvias de su oficio, pero en este caso estaba en sintonía con el resto del país, que no tenía una idea clara de qué era ser demócrata después de cuatro décadas de falta de entrenamiento, así que las motivaciones que inclinaron la balanza del lado de los buenos deben ser otras. Me atrevo a sugerir dos. Una, de carácter contextual, es que un golpe militar, estuviera bien o mal organizado, era un anacronismo que dejaba al país y al propio rey en una situación internacional imposible. Si la secuencia de los acontecimientos hubiera sido otra, no puede excluirse que habríamos tenido durante una buena temporada una democracia limitada y vigilada, a la manera de la restauración canovista; esta opción, si la hubo, la malogró el gusto de Tejero por la piratería.
La segunda motivación del comportamiento real tuvo que ser personal. La monarquía es el negocio de los monarcas y parece imposible que don Juan Carlos no tuviera en mente la sospecha de que una joint venture con militares golpistas siempre termina mal para la monarquía, como le enseñaba el ejemplo de su abuelo Alfonso XIII y de su cuñado Constantino de Grecia. Así que en algún momento de aquellas horas sombrías debió tener claro que su destino estaba uncido al de los incipientes demócratas secuestrados en el congreso. Dio en el clavo.
En este tiempo en que la monarquía está en horas bajas, los viejos del lugar creen que don Felipe necesitaría otro 23F, o algo parecido, para sentar definitivamente las posaderas en el trono. Pero es posible que no haga falta tanta pirotecnia. Si se consigue un marco en el que la ciudadanía crea que la alternativa está entre Valtonik, Hasel y compañía y esos militares a los que se la pone dura el sueño de cunetas sembradas con veintiséis millones de cadáveres, podemos apostar a que a don Felipe le espera un largo reinado, que siempre puede malbaratar cuando le dé la gana, a la borbónica manera.