8M de tintes agónicos, aquejado, como todas las demás expresiones de vitalidad civil, por las constricciones de la pandemia, aunque con un carácter si se quiere más grave, más hondo, porque la fecha tiene una resonancia universal y porque la circunstancia de este año ha significado un corte seco en la trayectoria ascendente y festiva, aunque no reivindicativa, de años anteriores, a lo que se ha añadido un par de esguinces en la musculatura de la izquierda: la prohibición gubernativa de las manifestaciones en Madrid y el debate intragubernamental, al parecer estancado, por la ley trans.
La fiesta, o su falta, es el modo más claro y diríase que exclusivo como percibimos los daños de la pandemia, y lo que nos lleva a ver el futuro con aprensión y zozobra. Hay un consenso general sobre que este periodo de agarrotamiento va a tener unas consecuencias socioeconómicas pavorosas, pero, una vez repetido el mantra, nadie encuentra mayor razón para profundizar en ello y preparar medidas de salvamento. Lo que sea sonará, dios proveerá y todo eso. Pero basta que se acerque una fecha festiva para que nos asalte el malestar por el presente y los más aciagos pronósticos sobre el futuro. ¿Qué va a ser de nosotros sin la semana santa, los sanfermines, la feria de Sevilla y, ya puestos y puestas, las manifestaciones del 8M? La cancelación de las manifestaciones masivas de hoy era previsible y se deberían haber buscado alternativas y desplegado alguna pedagogía para que la causa feminista siguiera presente aunque este año no fuera ostensible. En vez de eso, se ha preferido que el trance se resolviera con alguna sacudida sísmica en el suelo de la izquierda.
La prohibición de los actos en Madrid, independientemente del modo como se ha procedido, tiene razones de carácter general y otras estrictamente políticas, y, en último extremo, personales. Las primeras se resumen en que no se podía garantizar el cumplimiento de las estrictas condiciones anunciadas de menos de quinientas personas en las numerosas concentraciones previstas, lo que ocasionaba un riesgo de salud pública. Si todo el país, menos la república independiente de Madrid que preside doña Ayuso, ha hecho un esfuerzo restrictivo para estas fechas a fin de evitar una cuarta ola pandémica, era de lógica no marcar un contraste con unas manifestaciones en las que el gobierno no podía dejar de estar concernido. A lo que se añade la memoria del brutal ataque contra las manifestaciones perpetrado el año pasado por la escuadra de Colón, en el que se intentó inyectar en la opinión pública la idea de que feminismo y peste son sinónimos, y del que el delegado del gobierno en Madrid fue la diana en la que se focalizó la ofensiva. Las críticas al gobierno desde la más izquierda se han apoyado en este hecho: la prohibición de las manifestaciones es una claudicación hacia el chantaje de la derecha. Bien, es opinable, pero no lo es que la izquierda, que está en el gobierno, no debería oponer la calle al robusto tinglado político-mediático de la derecha, y aquí llegamos a la otra fractura de la izquierda en este campo.
El estancamiento de la ley trans, encarnado en la pugna de doña Calvo y doña Montero, no es de recibo. La izquierda en el gobierno no puede enzarzarse en un conflicto que atañe a la razón de ser del mismo gobierno: la igualdad. Todo indica que la discrepancia en este tema es doctrinal y ni siquiera es unánime en el pesoe y en unidaspodemos, pero sin duda hay en el gobierno una legión de letrados y letradas capaces de discernir las consecuencias jurídicas del problema, pues no parece que se trate de otra cosa, y el realismo político aconseja zanjar pronto el desacuerdo. Esa hubiera sido una buena noticia en este cuaresmal 8M.