Usted haga como yo, no se meta en política, es un chascarrillo atribuido al general Franco del que el director de cine Alejandro Amenábar hace una punzante versión en cierta escena de Mientras dure la guerra. En esta película, Unamuno se entrevista con Franco para pedirle la libertad de un amigo suyo que ha sido detenido. El ya generalísimo le dedica unos segundos de silencio meditativo y replica, no puedo hacer nada porque le han detenido los nacionales. La perplejidad se dibuja en la cara del rector: ¿pero no son ustedes los nacionales? Franco supo pronto que la política es una impostura y lo que cuenta es la fuerza, y consiguió inyectar este principio de conducta en la sociedad española, hasta hoy mismo. La sociedad, investida de cuerpo electoral, se comporta de acuerdo con sus intereses definidos por su pertenencia de clase, a los que se añaden circunstancias transitorias y escasamente determinantes, que van desde el glamur del candidato a la meteorología del día de las elecciones. Este franquismo anidado en la conciencia nacional explica dos rasgos de nuestra actual vida en común: el guerracivilismo que subyace al debate político y la tendencia al bipartidismo, consecuencia y a la vez antídoto del anterior. El bipartidismo proporciona a la sociedad identidad, refugio y fuerza, a la vez que satisface el instinto de no meterse en política. Si hemos de estar en perpetua guerra civil, piensa la ciudadanía, mejor que sea mediante fuerzas tan grandes e internamente plurales que hagan inviable el enfrentamiento, como enseña la amenaza atómica que determinó la guerra fría.
Este esquema, que hizo posible la transición y el llamado régimen del 78, pareció venirse abajo a mediados de la década pasada, cuando una pavorosa crisis financiera se diría que fuera a llevarse por delante todo el tinglado. Fue el momento en que hasta los banqueros se preguntaban si no había que reformar el sistema y brotaron con notable empuje y envidiable frescura nuevos partidos en el tablero. Bien, el sistema no se vino abajo; los banqueros dejaron de preguntarse sobre las reformas porque no las necesitaban para seguir ganando dinero y los partidos emergentes se vieron abocados a sobrevivir en una atmósfera imprevista para sus promotores, en la que necesitaban ideología, organización, cuadros, redes clientelares, tradición cultural y un montón más de herramientas adaptativas al medio, que se vieron obligados a improvisar, con desigual fortuna. Hablemos de uno de estos emergentes, hoy en apuros: los ciudadanos naranjas.
Este partido, dizque promovido por el Ibex35, lo que abonaría la tesis de la confusión reinante en el gran dinero durante aquellos días, se incubó en una crisis territorial aún irresuelta -el secesionismo catalán- y partió con la presunción de representar un espacio político entre rojos y azules. Lo que aquella muchachada ignoraba, o fingía ignorar, es que este lema es de origen falangista por más que se quiera adobar con héroes de la tercera españa. La falange fue un movimiento complejo y verboso (y aciago) al que la falta de conocimiento histórico y la cultura antifascista que ahora quiere revocar doña Ayuso han convertido en una caricatura, pero ya se ve que tiene raíces profundas. Los partidos no pueden eludir el humus en el que han germinado y la evolución de los ciudadanos naranjas tuvo que responder a esta ley, y, si bien insistió en su presunto marchamo liberal, pronto se desprendió de la tilde socialdemócrata, enfatizó su carácter nacionalista español y finalmente hizo piña con la derecha y la extrema derecha en manifestaciones callejeras y gobiernos regionales. Hasta aquí, ningún imprevisto.
La crisis vino de una característica de los partidos emergentes: el híper liderazgo, que intenta suplir las demás carencias del proyecto. También le ocurre a los podemitas. El híper liderazgo necesita mucha exhibición y gesticulación, a la vez que mantenerse fuera de la política, es decir, fuera de las servidumbres de la negociación y la gestión inevitables y diarias. Para los partidos emergentes, la política es un mitin perpetuo y los líderes de estos partidos son individuos sobrados de autoestima y narcisismo, que, llegados a cierto punto, o bien se hastían de su función o bien comprenden que el proyecto que dirigen ha llegado hasta donde podía llegar y no quieren perecer bajo los escombros. La dimisión de don Rivera dejó en precario al partido. Su sucesora, doña Arrimadas, es una doméstica (en la jerga del ciclismo) sin más experiencia que arrancar lazos amarillos como si fueran cebollinos y que, puesta al mando del equipo, ha decidido hacer política en el sentido que desaconsejaba Franco: negociaciones de despacho, cabildeos, manipulación de personas y tiempos, votaciones arriesgadas, etcétera. Doña Arrimadas comprendió que si no tocaban poder e instalaban algunos culos en poltronas principales y visibles (por ejemplo, la presidencia de una comunidad autónoma), la extinción del partido era irrevocable. También Franco comprendió que había que dar ocupaciones administrativas a los falangistas que querían cambiar España (lean al lírico Dionisio Ridruejo) y tras descabezar el partido azul inventó el movimiento, el frente de juventudes, los sindicatos verticales, etcétera, yacimientos de cargos y carguetes análogos a los que proporcionan las comunidades autónomas, organismos públicos, fundaciones, etcétera, de esta época. Pero a doña Arrimadas le falta lo que tuvo Franco: fuerza. Revisen la peli de Almodóvar donde se traza con tiralíneas el modo como Franco convirtió la guerra civil en un proyecto personal para su propio medro en los vericuetos del poder.