Adolfo Suárez ha sido probablemente el único político de la democracia española que creyó en la existencia real del centro, esa entelequia que ahora buscan con candil los tercerespañistas de toda clase y condición. Suárez creyó en el centro por la sencilla razón de que cuando asomó a la política de estado desde el aparato franquista no había derechas ni izquierdas porque estaban legalmente proscritas. Y se presentó a las elecciones al frente de un conglomerado extraído del franquismo institucional y sociológico que se anunciaba con tres palabras mágicas: unión, centro y democracia. La pasión centrista de Suárez cavó su tumba política. Ganó las primeras elecciones porque encabezaba el partido del régimen, el cual desmontó y abrió la puerta a la participación política de las derechas y las izquierdas que no tenían empacho en reconocerse como tales. Apenas promulgada la constitución, se acabó el encantamiento centrista.
Las fuerzas que habían sostenido a Suárez, el rey incluido, iniciaron una campaña apenas soterrada contra él, que le obligó a dimitir del cargo. El centro suarista hubiera seguido como la derecha civilizada, se decía entonces, en el reconocimiento implícito de que hay otra derecha salvaje, bajo la batuta de Leopoldo Calvo Sotelo si no hubiera irrumpido en el proceso el golpe del 23F, que de rebote abrió el dilatado periodo social-felipista. La derecha, ya despojada de pudores centristas, fue a refugiarse bajo el paraguas de don Fraga, un franquista sin complejos, como se diría ahora, si bien aperturista, como se decía entonces, hasta que se convirtió en el partido de la derecha bajo la férula de don Aznar. Suárez intentó una segunda vida política con otro partido que añadía a los mantras de centro y democracia el señuelo de lo social pero fracasó de plano. Las cartas del bipartidismo ya estaban echadas. El centro quedó como un pegote sobrevenido en la definición de la derecha aznárida.
Viene este largo y tedioso preámbulo a cuento para establecer la genealogía del tercer partido emergente de los que nos venimos ocupando en esta miniserie. Vox, al contrario que Podemos o Ciudadanos, no es un invento ex novo más o menos ajeno a la tradición política del llamado régimen del 78, sino la eclosión de los huevos largamente incubados al calor del gran partido de la derecha. No es un grano que le haya salido al pepé sino su célula primigenia, su avatar primero, ese antepasado innombrable cuya memoria gravita sobre el linaje familiar, el guardián de las esencias. Es, como se diría en lenguaje épico, la voz de la sangre. Eso explica el gran predicamento que ejerce sobre el pepé y la familiaridad que se advierte entre las dos formaciones bajo la apariencia de su desacuerdo.
Vox intentó rebasar al hermano mayor (como a su turno lo habían intentado los otros emergentes en su campo respectivo) con una moción de censura contra el gobierno tildado de social-comunista en la neojerga de la derecha. El líder voxiano hizo al efecto un discurso brutalista, tremebundo y vacuo, que fracasó porque tuvo enfrente a su hermano mayor. El discurso de don Casado, quizá el mejor que haya hecho o pueda hacer en toda su vida política, estaba sin embargo inspirado por el miedo real a ser sobrepasado por sus propios vástagos. En aquel debate se jugaba la titularidad de la herencia, no quién era más moderado o más centrista.
Vox, al contrario que los otros emergentes, careció desde el principio de un liderazgo reconocible. Don Abascal es lo que parece, un becario del tinglado de la derecha, manifiestamente insuficiente para el cargo, y él lo sabe. Lo que ha aportado a la política es la metodología trumpiana, de la que se ha apoderado también la desenfadada presidenta de Madrid poniéndose así en situación de favorecer una futura coalición post electoral. Si tal ocurre, y es bastante probable, Madrid tendrá un gobierno de derecha en el que la novedad es que no será la derecha civilizada, dicho en la jerga del tardofranquismo, sino la otra. La buena noticia es que dejaremos de oír hablar del famoso e inexistente centro.