Digamos que hay dos tipos de prohombres. El término suena viejuno y machirulo pero no encuentro otro para señalar a la figura, generalmente masculina, que se cree llamada a conducir a la humanidad, o a la parte que le toca, hacia un horizonte paradisíaco que siempre está un poco más allá al cabo de cada etapa. Convengamos, pues, en que hay dos clases de prohombres. Uno, el más frecuente, permanece apegado a la realidad, emboscado en las circunstancias, y es tenaz, paciente, anodino y de emotividad apagada. El otro carácter es volátil, brillante, oportunista e imposible de confundir en el paisaje. El topo y el halcón. Ambos escriben cuidadosamente sus memorias mientras actúan cada día. El primero lo hace cuando ha acabado la jornada, en un cuaderno de tapas de hule, para ser publicado cuando se retire o muera. El segundo no las escribe, las dicta empuñando un megáfono ante sus seguidores en la plaza pública. Para el primero, la historia es un adversario espeso y duro al que hay que torcer el brazo sabiendo que nunca estará mucho tiempo vencido en la lona. Para el segundo, la historia es un trampolín donde hacer piruetas tan deslumbrantes que tapen el sol que las ilumina. Ya habrán adivinado que don Pablo Iglesias es, o era, un prohombre del segundo tipo.

En su discurso de despedida, impactante como todas sus intervenciones públicas, el ya ex líder podemita argumentó su retirada con dos razones que, en efecto, definen su carácter y su destino, a saber: una, su liderazgo ya no suma y dos, su figura se había convertido en un poderoso señuelo para cohesionar y movilizar a sus adversarios. Es imposible resumir con más exactitud su legado, y que lo reconozca él mismo sin subterfugios ni excusas le honra, si no fuera porque va en su carácter escribir su epitafio cuando ya está muerto. Don Iglesias estimulaba a sus enemigos y desconcertaba a sus amigos. Este gusto, que diríamos circense, por el espectáculo y el riesgo ya lo detectó este escribidor en el primero y único mitin de esta formación al que asistió, hace seis años (perdón por la autocita y lamento haber tenido razón).

Don Iglesias deja tras de sí, una victoria aplastante de la derecha en cuyas filas se encuentran quienes le hostigaron sin tregua y le amenazaron con plomo, un gobierno de coalición en precario y una organización partidaria hecha añicos, descabezada y probablemente desmoralizada cuando se ve abandonada por la pila eléctrica que le daba vida. Y entonces, ¿qué queda? Pues, más o menos, lo mismo que había cuando el dimisionario irrumpió en la política: una derecha escorada a su extremo, un pesoe reumático y un espacio a su izquierda con deseos transformadores que no encuentra la fórmula programática y orgánica para hacerlos realidad. La mariposa muere sin que sepamos para qué sirve su rutilante aleteo en el jardín.