Entre el vecindario que rodea la unioneuropea se ha puesto de moda un concurso para ver quién toca las narices más y mejor a Bruselas, lo que quiera que sea Bruselas. Diríase que los participantes en el concurso aspiran a jugar en la primera liga planetaria a costa de provocar a ese armatoste al que sus propios habitantes llaman con cariñosa ironía la vieja Europa. Es como cuando de niños pulsábamos el timbre de la puerta de la vecina rarita y esperábamos ocultos tras la barda a que mostrara su enfado y su impotencia a gritos desde la ventana.

El concurso de tocanarices ha tenido gran aceptación y ahí están los participantes, cada uno con su ingenioso truco para sacar de quicio a la vecina del principal. El ruso se pitorrea del alto representante de la ; el turco relega al fondo de la sala a la presidenta de la comisión europea, como si fuera la chacha; el marroquí invade el zaguán de la casona con una chavalería que quiere asistir a un partido de Messi, y por último, por ahora, el bielorruso secuestra un avión que comunica dos capitales de la unión para trincar con gran aparato militar a un joven periodista. Este último es el mejor tocamiento de narices visto hasta ahora, el más elaborado y espectacular, y podríamos darlo por ganador si no fuera porque aún habremos de esperar más concursantes en el futuro ya que la tentación que ofrece el juego es irresistible.

En efecto, la unioneuropea tiene muchas narices carnosas pero carece de unidad política y de poder diplomático y militar, sus miembros tienen intereses matizadamente divergentes y, para decirlo todo, está trufada de fuerzas y partidos nostálgicos del pasado (fascistas, dicho en claro) que quieren destruirla desde dentro. La toma de decisiones es parsimoniosa y compleja y su ejecución imperceptible fuera del ámbito de la reglamentación comercial interna. La es el fruto feliz de una derrota. Sobre las ruinas de la segunda guerra mundial y en el epicentro de la guerra fría se construyó un espacio laborioso, ordenado, próspero y finalmente bienestante. Los que lo habitan están tan contentos de haberse conocido que, a la menor dificultad, echan mano de la tarjeta de débito para pagar al aparcacoches que les libra de intrusos o al transportista que trae el gas para la calefacción desde los Urales o desde Argelia. Los habitantes de este territorio hubieron de despojarse, a regañadientes, del nacionalismo que les había llevado al desastre, y a falta de otro tejido para urdir el patriotismo compartido, se bañan desnudos en la piscina común, hasta que un día un vecino del otro lado de la tapia se ríe del conserje, otro insulta a la gerente del resort, otro les cuela a unos rapaciños en el bufé, y el más osado secuestra una limusina y a todos los ocupantes. En esas estamos.

La unioneuropea prefiguraba el fin de la historia, entendida la noción al modo de los años noventa, como el fin de la dialéctica hegeliana que había inspirado la historia de la modernidad: derecha/izquierda, capitalismo/socialismo, ya saben. En el ámbito interno se regulaba por un pacto entre los dos polos tradicionales  –conservadores y socialdemócratas-, y en el exterior estaba protegida por los escudos de los dos imperios vencedores de la guerra caliente y competidores en la guerra fría. Aquel escenario se ha desvanecido. La está rodeada de países de poblaciones empobrecidas, enardecidos por nacionalismos locales y gobernados por poderes autoritarios. La próxima renovación de la estructura  comunitaria, si la hay, habrá que hacerla dejando de mirarnos el ombligo.