Se avecina una ofensiva de órdago para cuando don Sánchez indulte a los indepes catalanes, que no van a agradecérselo porque se cabrearon cuando les metieron al trullo y se cabrean ahora porque les sacan de él. ¿No han oído hablar del catalán emprenyat? Pues eso. Los indepes tienen ahora una tarea histórica ciclópea, que básicamente consiste en sacudirse de encima el laborioso ridículo que infligieron a sus seguidores llevándoles en procesión y con engaños a una república barataria y de paso ofrecer algunas disculpas a los españoles en general por su imprescindible colaboración en la eclosión y pujanza de la extrema derecha, la voxiana y la semipensionista.
Sea como fuere, la ofensiva no se detendrá y ya se han presentado voluntarios de relumbrón. El presidente del supremo, don Lesmes, ha añadido a los argumentos dizque jurídicos del órgano que preside, contrario a los indultos, un poco de moralina de su cosecha, marca opus. Para el ilustre jurista, un indulto cuando no hay concordia es difícil de aceptar. Pero, vamos a ver, ¿no es la concordia el fin del indulto y no su premisa?
También don Felipe González ha sido llamado a filas y ha comparecido en la caja de reclutas de el hormiguero, cuyo director, don Motos, es a la industria televisiva lo que doña Ayuso a la industria política: ambos son divertidos, sorprendentes y atrozmente reaccionarios. Al cuestionario de reclutamiento, don Felipe ha respondido a su modo y manera. Él no va a la guerra con el grueso de la tropa porque es general de estado mayor retirado y bien que se ha encargado de explicar al interrogador todas las plumas y perifollos de los que se adorna su argumento. Si la ofensiva hunde a don Sánchez siempre podrá decir, ya os avisé, y si no tiene éxito, pues a esperar a la próxima cuidando las plumas, los perifollos y los bonsáis.
Entretanto, el buen pueblo se apresta a ofrecer toda la ayuda que puede a la ofensiva para derribar al gobierno felón, como antaño las damas de buena cuna donaban sus joyas y la ropa de cama para aprovisionar a la causa. En este contexto, es destacable la aportación del alcalde de Madrid, don Almeida, cuyo óbolo es de los que se recordarán cuanto todo esto haya pasado. Ahí es nada: un monumento de homenaje a la Legión en la plaza de Oriente (sí, junto al palacio real, la sede oficial de la monarquía, donde el otro arengaba a las masas en aquellos tiempos tan felices). El monumento no es una alegoría ni cede a la abstracción y otras moderneces, ni hablar, es una figura de seis metros que representa con impecable realismo a un legionario que empuña el máuser en posición de prevengan, la bayoneta calada y una concentrada expresión de pocos amigos. Puro realismo estalinista, que no todo lo que hizo Stalin fue malo. Si se me permite una crítica a la que quizá sean sensibles los innumerables fans de la Legión, la figura no está lo bastante despechugada y ya se sabe que el heroísmo de este cuerpo se mide por el número de botones de la camisa que sus miembros llevan desabrochados. La basa de la estatua quizá podría contener la leyenda sugerida por don Lesmes: A la concordia.
Esa cosa que llamamos España, en la que vivimos, es un estado que se ha hecho por desagregación. A medida que el imperio perdía territorios, la idea de España se reforzaba al coste de enviar tercios, reclutas de rayadillo y carne de cañón en general para evitar lo inevitable. La última leva fue la Legión, precisamente para conservar los territorios de Marruecos cuyo buen rey acaba de pasarnos la mano por la cara. Ahora, gracias a don Almeida, la Legión se ha replegado al corazón de España para proteger la libertad que doña Ayuso nos ha otorgado y defender Madrid de los catalanes que quieren irse de España como se fueron los saharauis, los marroquíes, los filipinos, los cubanos, los mexicanos, los portugueses, los flamencos, los napolitanos, etcétera, sin que la Legión ni nadie pudiera impedirlo, ay.