Quizá el fenómeno político más intrigante de este tiempo es la fascistización -¿cómo llamarlo si no?- de la derecha. No del gran capital, que siempre es igual a sí mismo, sino de la base censal que de ordinario apoya opciones conservadoras y ahora parece haber perdido los papeles en busca de su santo grial. Hace cuarenta años, en los albores del régimen democrático en España, un acto equivalente al que se celebró el pasado domingo en la plaza de Colón de Madrid habría estado protagonizado por la viejísima fuerza nueva del notario franquista Blas Piñar y hubiera sido descalificado como un mitin de fachas. Sin embargo, en esta ocasión, la reunión de la derecha española estuvo bajo el patrocinio de algunos personajes notorios de impecable pedigrí democrático que pregonaban un llamado constitucionalismo restrictivo y agresivo que habría de dejar fuera de su perímetro a la mitad del país.
Como máquina golpista, la manifestación es claramente insuficiente pero como síntoma es muy inquietante, y no solo por su reverberación doméstica sino porque enlaza con el crecimiento de la extrema derecha, que avanza en todos los países democráticos y en ocasiones ha alcanzado cotas máximas e inesperadas, como la elección de Trump a la presidencia de los Estados Unidos, o, en Europa, la llegada al poder en Hungría y Polonia. A día de hoy, el partido que lleva la batuta de la derecha en España es Vox, que ha encontrado una lanzadera en la disparatada presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y algo parecido ocurre en Estados Unidos, donde el viejo partido republicano ha sido colonizado por el trumpismo.
Anatomía de un fantasma
El ascenso de este neofascismo del nuevo milenio se produce en circunstancias en las que, ni el sistema capitalista está en declive, como lo prueba que haya salido robustecido de la crisis financiera de la pasada década y de la crisis sanitaria en la que aún estamos, ni hay en el horizonte ninguna amenaza revolucionaria como lo demuestra la deflación del populismo de izquierda que en nuestro país encarna Podemos. Y si no hay ninguna amenaza a la propiedad en el horizonte y razonablemente cualquiera puede vivir de acuerdo con sus valores en una sociedad garantista y liberal, ¿qué mueve a los conservadores a radicalizarse y encastillarse en un recinto ideológico que a la postre sería irrespirable?
El programa político de estos grupos, deliberadamente ambiguo, no ayuda a entender sus fines. Si hemos de fiarnos de lo que sabemos de Vox, podemos atisbar un país fuertemente centralizado, con un gobierno autoritario, una economía capitalista libérrima y una sociedad que excluye a los extranjeros y está regida por el predominio del hombre sobre la mujer. No parece un programa prometedor y por eso se cuidan de explicitarlo, sustituyendo su recitado por actitudes y consignas deliberadamente provocativas y procaces, destinadas a dinamitar la lógica discursiva del sistema constitucional.
Cuando la voxiana presidenta madrileña doña Ayuso declara jovialmente que el rey es cómplice del separatismo catalán si firma los indultos a los presos independentistas, el disparate obliga a todos los portavoces del sistema, en primer término de su propio partido, a posicionarse en relación con la monarquía, y en la agitación reinante se hacen visibles las debilidades y contradicciones del raído consenso constitucional. La prolija derecha de la plaza de Colón quiere al rey para identificarlo con sus intereses, para acoplarlo a su paso como se haría con una mascota, para privar a las decisiones del gobierno de izquierda de legitimidad constitucional y, por último, para dejar fuera de la legalidad al republicanismo mayoritario en la izquierda. ¿Podrían cumplir estos objetivos sin el recurso a una forma autoritaria del estado?
Una pregunta para el inicio del nuevo milenio
Esta disrupción de la extrema derecha, alt right, derecha sin complejos o como quiera llamarse en el sistema de las democracias liberales es cuestión que inquieta a la escritora norteamericana Anne Applebaum, que ha dedicado al asunto un libro titulado con cierta pompa El ocaso de la democracia / La seducción del autoritarismo (Editorial Debate, 2021). Applebaum es periodista, historiadora y analista política, en posesión del premio Pulitzer, y ha ganado fama internacional por algunos libros dedicados al antiguo régimen soviético (El telón de acero, Gulag, Hambruna roja, entre otros). De sí misma dice que es conservadora y admiradora de Reagan, Thatcher y McCain, es decir, una portavoz conspicua de la revolución neoliberal que se inició hace cuatro décadas y de la que puede decirse que ha reformulado la historia y el mundo a la medida de sus designios. Está casada con un diplomático polaco de derecha y es precisamente en una fiesta de la Nochevieja de 1999 en ese país donde se inicia el libro en forma de un suceso que es una pregunta a la que autora intentará responder en los capítulos siguientes.
A la fiesta de fin de año, que lo era también de fin de milenio, acude un florido ramillete de invitados pertenecientes a la clase cosmopolita que ha producido la globalización neoliberal –políticos, periodistas, empresarios de Estados Unidos y de ambas orillas de la Unión Europea- todos ideológicamente afines, sin que los anfitriones Applebaum puedan sospechar que celebran una fiesta de despedida pues, en un breve lapso de tiempo posterior, dejarán de tratarse con muchos de ellos. Amigas que dejan de serlo; colegas que no responden a los mensajes de teléfono, incomprensión y resentimiento entre gentes que habían compartido largamente una misma visión del mundo. Liberales que habían defendido la separación de poderes, la libertad de mercado, la justicia independiente y el pluralismo político se han convertido a un extraño credo conspiranoico, homófobo, antisemita y afín a las soluciones autoritarias. Una derecha más bolchevique que burkeana, dice la autora, que no puede escapar del tic conservador de atribuir el autoritarismo a la izquierda. El estado antiliberal nació en Rusia de la mano de Lenin, escribe también. Pero lo cierto es que los regímenes autoritarios y oscurantistas se han implantado en Polonia, el país de su marido, y en Hungría, países ambos miembros de la Unión Europea, a los que la democracia liberal había librado de las cadenas del comunismo. ¿En qué momento y por qué razones se había producido esta mutación?
Respuestas tentativas
La autora apunta algunas causas generales: los efectos de la crisis económica que han acentuado al desigualdad; la revolución tecnológica que ha fragmentado la esfera pública y alentado el hiperpartidismo, la polarización del debate y la excitación de las emociones; las perturbaciones del estatus social, que encuentra en la inmigración un chivo expiatorio, y, por último, la creciente complejidad del mundo para el que una parte de la población exige respuestas sencillas. A esta enumeración de causas generales habría que añadir la emersión de unas nuevas élites que atizan para sus fines el resentimiento, la venganza y la envidia, que, según la autora, son componentes de la personalidad autoritaria.
Pero estas causas no explican en conjunto ni por separado la deriva hacia la extrema derecha. Quienes se inclinan a ella no siempre son los más perjudicados por la desigualdad económica o por la brecha tecnológica, ni los más amenazados por la competencia de la inmigración y el mundo no es más complicado para ellos que para cualquier otro. Tampoco explica por qué este neofascismo es tan poroso y activo con la mentira deliberada como discurso. El Brexit y la elección presidencial de Trump son ejemplos ilustrativos mayores. Las mentiras con que se elevaron al poder eran notorias e identificables de inmediato y los desastrosos resultados de su gobernanza también estaban a la vista, lo que no ha impedido que llevaran a cabo su cometido y lo que es más significativo, que el fenómeno permanezca a pesar de su fracaso. Hoy, el partido republicano no ha vuelto a la senda del admirado, por la autora, John MacCain, sino que permanece en manos del trumpismo que lo ha colonizado.
Hay un par de momentos en la argumentación de Applebaum en los que se apunta a la clave de esta mutación de la derecha sin que la autora se decida a extraer todas las consecuencias de sus observaciones. El primero de estos momentos es anecdótico. A raíz del incendio de la catedral parisina de Notre Dame, la red registró un insólito flujo de mensajes que afirmaban que cientos de musulmanes había celebrado el suceso; de estos mensajes falsos se hizo eco el líder voxiano Santiago Abascal. Hasta aquí un rasgo típico y bien conocido de la nueva extrema derecha. Pero no se cuenta que el incendio de la catedral provocó un ostentoso aluvión de promesas de ayuda económica para su reconstrucción de parte de firmas y personajes del gran capital francés; ayudas que no llegaron nunca. El señalamiento de la falsa alegría de los musulmanes es un rasgo típico de la xenofobia ultra pero ¿por qué son tan tolerantes con la codicia de los ricos y con su ostentación de falsa solidaridad?
El código genético de la derecha
El segundo apunte es más general. Applebaum sostiene, sin duda con razón, que el desplome del bloque soviético agrietó la cohesión de la derecha anticomunista. Lo que no se sabe es por qué lo hizo en el sentido de potenciar sus rasgos más siniestros –autoritarismo, exclusión, xenofobia, desprecio hacia los pobres, etcétera- en vez de los que presuntamente hacen más atractiva su oferta política: pluralismo, libertad, bienestar, etcétera. ¿No será porque el bloque conservador que mantuvieron unidos personajes como Thatcher, Reagan o Juan Pablo II, explícitamente idolatrados por la autora, basaba su energía en el resentimiento, la codicia y la intransigencia, que ahora han estallado impregnando todo el espacio de la derecha?
No puede ser mera casualidad que la derecha española empezara su andadura sin complejos bajo la férula de José María Aznar a principios de los años noventa, coincidiendo con el desplome del bloque comunista, para lo que tuvo que romper el consenso del estado del bienestar típico de la postguerra europea y que en España no se pudo implementar hasta los años ochenta cuando el régimen democrático sustituyó al franquismo. Durante la primera década y pico de su andadura, el Partido Popular español navegó con la extrema derecha alojada en su bodega hasta que la crisis financiera de la década pasada liberó esa fuerza y la hizo autónoma y pujante, como ocurrió en todo el mundo occidental. Lo cierto es que ahora, el conservadurismo tradicional que defiende, no sin perplejidad, Applebaum y que entre nosotros encarnaba, por ejemplo, Mariano Rajoy, carece de fuerza para reabsorber o combatir a las huestes de Santiago Abascal, hasta el punto que más bien es este el que marca el paso del conjunto de la derecha.
El caso Vox
Anne Applebaum dedica unas páginas a Vox y a su líder, al que califica de cinematográfico y machista nacionalista español. Empieza el relato con la descripción del conocido vídeo electoral de Santiago Abascal a caballo, de estética inequívocamente musoliniana, que termina con el lema trumpista: Hacer España grande otra vez. La autora visitó España en 2019, en las fechas en que Vox registró el avance que le terminaría por convertir en la tercera fuerza del Parlamento español, y confiesa haberse encontrado con un escenario ya visto en Washington y Londres, cuando se registró el ascenso de Trump y el Brexit. Una clase política a punto de ser alcanzada por una oleada de ira, escribe. Luego hace una descripción a vuelapluma de la situación política del país, en la que se hace eco indirecto de la teoría conspiranoica de los atentados de Atocha, para desembocar en el tipo de campaña que llevó a cabo Vox en las redes sociales, según el modelo trumpiano importado por Rafael Bardají, personaje ultraconservador y proisraelí al que la autora había conocido en los círculos conservadores de Washington y del que hace una extensa semblanza probablemente muy superior a la importancia real del personaje. En esta crónica de proximidad aparece Iván Espinosa de los Monteros dando a la periodista norteamericana una explicación de parvulario sobre la influencia de la extrema izquierda en España con ayuda de unos saleros y un tenedor sobre el mantel de la mesa del restaurante. Hasta ese momento, todo parece un juego: Bardají le confiesa a la autora que lo de hacer grande a España otra vez es una provocación para cabrear a la izquierda, lo que da una idea del narcisismo característico de estos personajes. La autora subraya: la diversión que obtienen ofendiendo al establishment es la misma en Madrid que en Gran Bretaña o Estados Unidos. Hasta que llegan al gobierno, añade este lector.
La matriz trumpiana inspiradora de Vox es evidente para Applebaum: Los vínculos entre Vox y la administración Trump no sugieren una conspiración pero sí la existencia de intereses y tácticas comunes, y revelan como el éxito de Trump ha inspirado un nuevo tipo de lenguaje dirigido a aquellos a los que irrita el debate catalán, no les gusta la forma en que el discurso moderno ha dividido a los españoles y piensan que los proyectos de reforma social y cultural han ido demasiado lejos. Por último, la autora resume así la campaña electoral de Vox: Lo que se ofrecía no era una ideología, sino una identidad, cuidadosamente seleccionada, envasada para un consumo fácil y lista para ser impulsada a través de una campaña viral. Todos sus eslóganes hablan de unidad, armonía y tradición. Vox se diseñó en aquel momento para atraer a aquellas personas a las que les molestaban las voces discordantes, y les ofrecía justo lo contrario.
Hay en esta semblanza una visión acomodaticia del objeto descrito, no se sabe si por miopía o por falta de valor. Lo cierto es que Vox no ofrece ninguna armonía ni unidad, y si insinúa alguna tradición, es inventada, y tampoco es un bálsamo contra las voces discordantes. Al contrario, trae, con toda deliberación, disenso, ruptura y provocación. Hasta dónde puede llegar con este discurso está por ver; por ahora, la principal víctima de su estrategia es la propia derecha tradicional a la que hace sombra y fagocita cada vez que las circunstancias ponen a los populares junto a los voxianos.
Del centro a la periferia
La autora norteamericana obvia un aspecto significativo de la extrema derecha, que es su expansión desde el centro a la periferia del capitalismo liberal. Esta nueva ultraderecha no ha alcanzado el poder en países de instituciones democráticas que podrían considerarse débiles, como los mediterráneos, Italia, España o Grecia, y si han ocupado el gobierno en otros sin tradición democrática como Hungría o Polonia no ha sido por imitación de regímenes autoritarios del pasado, que en su caso eran comunistas, sino por un exceso de mimetismo hacia los modelos norteamericano y británico. Es justamente en Estados Unidos y Reino Unido donde la extrema derecha ha medrado en mayor medida, en realidad hasta lo más alto que ha podido, nada menos que la presidencia de ambos estados, y lo ha conseguido, por decirlo así, naturalmente, sin tensionar el sistema. He aquí la paradoja de la visión hegemónica del liberalismo, basada en la desconfianza hacia los países que coloniza. Si algo falla es porque tienen instituciones débiles o insuficiente cultura democrática.
Los liberales como Applebaum no parecen capaces de comprender que el liberalismo de mercado de Hayek, Reagan o Thatcher es compatible y aplicable en regímenes dictatoriales y de hecho así ocurrió en numerosos casos de los años noventa, como Chile o Sudáfrica, por mencionar los más notorios y repetidos. De hecho, es este modelo pinochetista el que está en el fondo del proyecto de Vox, si bien por ahora les falta el agente desencadenante de un ejército golpista. Ha sido el crecimiento exponencial de liberalismo económico, singularmente financiero y/o derivado de las nuevas tecnologías digitales, acompañado de la destrucción de las bases materiales del viejo industrialismo y de la abolición de la fiscalidad progresiva, lo que ha provocado, uno, la aparición de grandes masas de población expulsadas del sistema y dos, la desaparición del estado nacional como ente arbitral del mercado y garante de la justicia social.
La traición de los intelectuales
En este escenario, los voceros de la extrema derecha han sabido captar el desamparo social y rentabilizarlo en votos. El famoso trabajador blanco desempleado y habitante del cinturón del óxido como epítome de la victoria electoral de Trump es una simplificación significativa y pertinente. A este tipo sociológico no se le puede movilizar mediante complejas explicaciones sobre el funcionamiento de un sistema que le ha rechazado sino con una proclama contra las élites, una vaga promesa de grandeza nacional y la identificación del extranjero como chivo expiatorio. Tácticas conocidas en Europa desde hace un siglo con el nombre de fascismo.
Applebaum dedica un capítulo de su libro a la traición de los intelectuales, una expresión popularizada por el famoso libro de 1927 escrito por Julien Benda, La trahison des clercs, en el que el autor acusa a los escritores y pensadores de renunciar a su función de búsqueda de lo verdadero y lo justo para dedicarse a glosar y secundar con sus escritos ideologías totalitarias y falsas, como el fascismo o el comunismo. El idealizado clerc de Benda no ha existido nunca. Los intelectuales necesitan soporte para producir sus escritos y público que los reciba y eso solo se consigue en un sistema editorial industrial, lo que quiere decir que el intelectual opera en el marco de la empresa que lo ha contratado, sea un periódico, un partido político o una asociación cívica de cualquier clase, y debe ocuparse de los tópicos que conforman las expectativas del público receptor.
Pero además de estas condiciones previas, es difícil pedir al intelectual que se abstraiga de una atmósfera comunicacional colonizada por miríadas de mensajes breves y repentizados, básicamente emocionales, que llegan al receptor a través de dispositivos de toda clase y que conforman una verdad proteica y cambiante a cada segundo. En este escenario, la elaboración de mensajes lo bastante extensos y meditados como para justificar la argumentación que contienen solo puede ser obra de académicos con plaza fija o de escritores sostenidos por sus editoriales, de los que se puede esperar un producto denso y pulido pero no que esté por completo libre de adherencias dictadas por la oportunidad o por el interés personal. De ahí a la mentira pura y simple, lo que hoy llamamos fake new, hay ciertamente un trecho que puede salvarse con cierta facilidad si la mochila de escrúpulos es lo bastante ligera.
En su libro Applebaum no ha tomado en consideración el tipo intermedio de comunicador que gestiona los contenidos que llegan a la opinión pública. Locutores de radio, presentadores de televisión, editores de prensa, conductores de tertulias, conferenciantes menores, los cuales poseen un agudo sentido de lo que tienen que hacer dadas las circunstancias, pero que no pueden moldear a voluntad lo que dicen sus fuentes o sus invitados. La libertad de expresión, la neutralidad periodística y la difusión masiva de los mensajes, a lo que debe añadirse la instantaneidad y la celeridad de las emisiones son los factores que conforman el relato dominante, al que el oyente o espectador medio es más sensible cuanto mayor sea el desamparo de su condición personal.
En un universo amenazado por el desempleo, los desahucios, el abandono y la violencia de todo tipo hay mucha gente dominada por el resentimiento y la rabia, dispuesta a comprar cualquier esperanza por improbable que sea. En amplias clases medias, que necesitan estar del lado del orden, este panorama produce miedo y lo canalizan instintivamente hacia los señuelos que les indican los nuevos y agresivos líderes de opinión: los inmigrantes, la nueva cultura de género, la ruptura de la unidad del país, etcétera. La extrema derecha frenará su expansión en la medida que estos segmentos sociales dejen de percibir como una amenaza fenómenos propios del inevitable cambio social y lleguen a convencerse de que la propaganda que agita estos fantasmas es una pura mentira. Falta, pues, un rearme discursivo de la democracia que no se puede esperar del conservadurismo clásico, como revela el estupor de Anne Applebaum y demuestra cada día el errático comportamiento del líder de la derecha española, Pablo Casado.
Y una cosa es segura, y nuestra autora tampoco la menciona: nada bueno ocurrirá hasta que un poder político democrático embride el desbocado comportamiento del mercado global neoliberal.