Solo alguien que está al borde de un ataque de nervios puede perder el oremus hasta el punto de reprochar al presidente del gobierno que nombre a sus ministros a dedo. En la histeria que la remodelación del gobierno ha provocado en don Casado hay una traza de admiración por el adversario, al que no puede derrotar. La histeria del líder del pepé no procede de lo que hace don Sánchez sino de lo que a él le está vetado. Ah, si don Casado pudiera hacer con doña Ayuso lo que don Sánchez ha hecho con doña Calvo, don Ábalos y doña González Laya.
La remodelación ministerial ha sido la matanza de los boyardos, no porque conspiraran contra el zar, al contrario, le habían servido con lealtad y sobre sus hombros le elevaron al trono, sino porque rebajaban su estatura, emborronaban su silueta, estorbaban a su designio. Iván el Terrible ha descabezado a Iván Redondo y la respuesta ha sido un alarido de júbilo que brota de la garganta del buen pueblo expectante en la plaza, bajo las ventanas del palacio. Para continuar con la metáfora rusa, a don Redondo le espera el destino de Trotsky: los unos le rechazarán por réprobo y desviado y los otros no le aceptarán por haber servido al enemigo. Sospechoso para todos, ojalá que este consultor profesional imantado por el poder y tildado de Rasputín encuentre el sosiego que el otro no tuvo.
Don Pedro Sánchez quiere ser don Felipe González de este primer tercio del siglo veintiuno. Les une el sentido del poder y les separa el tiempo histórico y sobre todo el talante de cada uno. Don Sánchez ha demostrado una determinación y una tenacidad de hierro de las que su predecesor no necesitó porque recibió de la historia un poder inimaginable en las circunstancias en que lo obtuvo: una mayoría absoluta sin precedentes en los albores del periodo democrático. Lo que entonces fue un don de las constelaciones políticas actuantes en aquel momento para don Sánchez se ha convertido en una dura peregrinación a través de dificultades sin cuento, exteriores y domésticas. Don González nació en el triunfo; don Sánchez, en la derrota. Eso ha marcado los respectivos caracteres. Untuoso, seductor, sibilino, autocomplaciente el del primero; seco, obvio, resuelto el del segundo.
También es muy distinta la expresión del mensaje, que en Felipe era envolvente y elusiva, con mucha carga subtextual, propia de la época del periodismo de fondo y los editoriales de El País, y en Pedro es directa como un like a golpe de pulgar y sin más extensión y profundidad que un tuit. Esta diferencia de estilos no prejuzga el resultado. Felipe era un globo que perdía aire al final de su mandato. En las elecciones de 1993 recibió un aviso de las urnas y dijo, he entendido el mensaje, pero no lo había entendido y tres años después fue desalojado de la poltrona. A sentido contrario, Pedro empezó de menos cero y, si echamos la vista atrás, ha dejado su camino sembrado con los despojos de quienes en algún momento se le opusieron, incluida la pesada sombra de su antecesor edípico y modelo, que ha hecho lo imposible por segarle la hierba bajo los pies.
Don Casado también quiere ser don Aznar pero la batalla con el ancestro y con sus competidores en activo pinta mal para él. Quizá debería ensayar una táctica infalible en casos extremos: dejar de respirar hasta que le hagan caso y el usurpador don Sánchez dimita.