En algunos sistemas procesales, los jueces se calzan el birrete para pronunciar la sentencia. Es un gesto de deferencia hacia su propia función y de la autoridad que ostentan en ese momento sobre todo lo que se mueve a sus pies. Los honorables jueces del tribunal constitucional han debido encajarse el birrete hasta las cejas para pronunciar la sentencia que declara inconstitucional el estado de alarma decretado por el gobierno en marzo pasado para combatir la covid19 y, como se decía entonces, aplanar la curva que mataba decenas de personas cada día. El tribunal constitucional es una bomba de retardo que estalla cuando la guerra ha terminado y cambia el sentido del resultado. Es, básicamente, un instrumento de agitación política al servicio de la causa de la mayoría del tribunal, aunque sea tan precaria como un solo voto. Después de horas de discusión sobre el recurso presentado por los voxianos, que votaron en el parlamento a favor del estado de alarma, el voto de una magistrada ha inclinado la balanza contra la decisión del gobierno y del parlamento. Habremos de convenir en que depositar en la libre decisión de un individuo, por muy togado que esté, la política de todo el país en circunstancias insólitas de extrema emergencia quizá sea propio de una democracia liberal pero se parece bastante a otra cosa, ahora que está de moda el debate aplicado a Cuba.
La sentencia del ebúrneo tribunal va a destilar, por lo menos, dos efectos. El primero, una oleada de reclamaciones por las multas impuestas por incumplimiento de las normas del estado de alarma y quizá también de pleitos contra el estado por el lucro cesante de la actividad económica afectada. El segundo efecto es más obvio y ya se ha producido: la desacreditación del gobierno y de la mayoritaria parlamentaria que lo apoya para dirigir el país. La lectura es la siguiente: si por una pandemia de chichinabo, el gobierno social-comunista se atreve a cercenar los derechos de los españoles, qué no hará en la práctica política ordinaria, cuando no esté bajo la lupa del tribunal constitucional. El gobierno de don Sánchez está ante un dilema insoluble, si hace algo es anticonstitucional y si no lo hace es por irresponsabilidad y dejación de funciones. No hay más que ver el trajín que se traen estos días los jueces de todo pelo y rango a cuenta de los vulnerados derechos de la ciudadanía afectada por toques de queda, perimetraciones urbanas y otras medidas totalitarias destinadas, otra vez, a aplanar la curva. Ay, madre, lo que trabajan los jueces en este país ¡y lo que saben!
Para que la plebe no crea que el tribunal constitucional habla a lo loco, la sentencia argumenta que el gobierno debería haber optado por declarar el estado de excepción en vez de el de alarma. Dejando de lado las ominosas resonancias que estado de excepción tiene en el subconsciente del país y que hubiera sido imposible implementar con la actual composición parlamentaria, una lectura superficial de la ley orgánica que regula estas situaciones revela que la alternativa del tribunal constitucional no es tal. Veamos, el estado de alarma está explícitamente previsto para, entre otras emergencias, crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación grave, y permite limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos. Las medidas que se adopten son flexibles, adaptadas a las circunstancias, pueden delegarse en las comunidades autónomas y su prórroga exige la aprobación del parlamento. Hasta aquí lo ya sabido y experimentado por la sociedad.
A su turno, el estado de excepción no es la respuesta a una situación accidental o fortuita sino que presupone la existencia de una acción política o subversiva que impida el ejercicio de los derechos ciudadanos o el funcionamiento de las instituciones y los servicios públicos esenciales. Como es sabido, la covid19 no está interesada en dar un golpe de estado (¿en qué estarían pensando los honorables jueces?) así que estos principios no le son aplicables. Además, en un contexto inesperado e inexplorado, sin precedentes, de contagio exponencial, saturación hospitalaria y defunciones torrenciales, el gobierno hubiera debido presentar un informe muy detallado de las causas y medidas que justificaran el estado de excepción para su aprobación en el parlamento tras un debate de enmiendas. El lector puede entornar los párpados, recordar el clima político de marzo del año pasado e imaginar si esta vía de respuesta a la pandemia hubiera sido materialmente posible.
Uno de los rasgos más fastidiosos de los virus es su amoralidad; contagian a voleo, por mera proximidad, sin preguntarse si el contagiado merece o no el castigo que se le viene encima. Si el virus añadiera a sus virtudes un poco de discernimiento sobre quién merece o no ser contagiado, sin duda la sentencia del tribunal constitucional hubiera sido otra.