Entre las tentaciones que el distraído verano trae al rincón de lectura, el escribidor encuentra una biografía de Knut Hansum. Algunas de sus novelas formaron parte de la incipiente dieta literaria de este lector allá por los años sesenta, cuando el autor noruego ya era una referencia declinante cuyo apagado resplandor no hacía justicia a lo que había significado para la literatura occidental a principios del siglo, cuando tenía millones de lectores e inspiraba a los más grandes novelistas de la generación posterior: Thomas Mann, Henry Miller, Herman Hesse, Ernest Hemingway.
Hamsun fue pangermanista, antisemita, adversario jurado de Inglaterra y enconado enemigo de la democracia liberal. Ya era un viejo de setenta años cuando quiso ver en Hitler el paladín de su causa y durante la guerra, de la que era partidario y en la que su país fue ocupado por los alemanes y sus habitantes martirizados, no cesó de hacer manifestaciones pronazis y de servir a la propaganda internacional de Goebbels, al que le había regalado su medalla de Nobel. Una mezcla de soberbia, terquedad y ensimismamiento le llevó a publicar en prensa un devoto obituario por el Führer cuando la guerra en Europa ya había terminado.
Visto en perspectiva, es muy probable que la filiación política de Hansum fuera la circunstancia que abrió a su obra las puertas del cerrado mercado editorial español (editorial Plaza y Janés, 1961) bajo la férula de la censura franquista, pero volvamos a la peripecia del traidor. Cuando las autoridades noruegas de post guerra emprendieron la depuración de los colaboracionistas, Hansum era un problema mayúsculo porque al condenarle se condenaba, literalmente, a un héroe nacional. La confusión en la sociedad sobre qué hacer con ese tipo al que habían glorificado y ahora detestaban se resolvió mediante un acuerdo entre el gobierno y el poder judicial (¿les suena?) por el que el escritor fue eximido de condena penal merced a un dictamen psiquiátrico que diagnosticaba deterioro permanente de sus facultades mentales, y la pena civil se redujo a una cuantiosa multa. La historia reciente nos depara otros ejemplos de héroes devenidos traidores -por ejemplo, el mariscal francés Philippe Pétain- en los que el juicio que merecen hace temblar a las estructuras del estado y la sentimentalidad de la nación.
Los post modernos españoles tenemos un caso de estos entre manos: ¿qué hacer con don Juan Carlos I, hoy rey emérito en fuga? Si juzgamos y condenamos sus tropelías financieras y su desquiciamiento moral, ¿condenamos también los servicios prestados al país cuando ostentaba la corona? Lo que distingue las actuaciones del emérito de las imputadas a los mencionados Hansum y Pétain es que las de estos fueron por el oficio que desempeñaban mientras que esta distinción entre lo personal y lo funcional no existe en una monarquía hereditaria. El escritor fue juzgado por la resonancia de sus escritos y el político por los efectos del cargo que desempeñaba, pero todo lo que don Juan Carlos I ha hecho, lo ha hecho por su soberano deseo y a su beneficio personal: desde traer la democracia, digámoslo como les gusta a sus turiferarios, hasta impulsar la imagen del país en la esfera internacional. Por lo primero, se garantizó la continuidad del cargo y por lo segundo cobró comisiones en metálico. Hemos tenido en la jefatura del estado a un arribista y comisionista. ¿Cómo se juzga este hecho sin que la vergüenza nos cubra hasta las cejas? El enjuiciamiento de Hansum y de Pétain implicó un cambio de régimen político en sus respectivos países, y no digo más.