La fiscalía del supremo califica a don Juan Carlos I de comisionista internacional. Lo sabíamos todos pero el fiscal aportará además pruebas, que ya veremos dónde paran. Cada noticia del rey emérito agita el gallinero. Las tertulias hierven, las redes arden, los gobernantes tiemblan, la plebe se encoge de hombros. La cosa es un sapo de tales dimensiones que ni todas las tragaderas del sistema político al unísono y a pleno rendimiento consiguen deglutirlo. Hay que hacer algo, parece que se digan los prebostes, pero cada vez que alguien da un paso descubre que ha resbalado. Cualquier iniciativa encuentra resistencias, provoca encontronazos y de inmediato es desestimada. Ya veremos lo que dura esta.
El comportamiento del rey emérito es una enmienda a la totalidad de ese sueño fundante de nuestro estado que llamamos piadosamente la transición. Si no podemos lidiar con la memoria de lo ocurrido hace ochenta años en la guerra civil, imagínense las dificultades que hay para llamar al pan pan y al vino vino a lo que ocurrió hace treinta, cuando éramos felices y esto se parecía bastante a jauja. La sociedad española es en general refractaria a la evidencia de los hechos y para este fin la democracia nos ha venido de perillas. No es cuestión de si algo ha ocurrido o no, sino si lo creemos o no. A eso, aquí se le llama libertad de expresión. Esta mañana en la tele un periodista de derechas advertía sobre el riesgo para el sistema democrático de que la fiscalía se pronunciara sobre las actividades del emérito. Y no le faltaba razón.
Pero veámoslo por el lado bueno. La ominosa calificación de la fiscalía sobre las actividades del viejo monarca abre la puerta a una solución: aprobar una adenda en la constitución que reconozca que el rey tiene derecho a cobrar comisiones. Esta corrección constitucional introduciría a una institución tan arcaica y apolillada como la monarquía en el dinamismo del mercado y no carecería de lógica, en la medida que la función principal del monarca es representar al estado en las relaciones, tratos y negocios con otros estados donde siempre hay alguna entidad privada que se embolsa una pasta. ¿Es justo condenar a la indigencia al facilitador de estos negocios? No seamos hipócritas.
De añadidura, el rey y demás miembros de la familia real podrían establecer un caché de tarifas por presidir o intervenir en actos civiles e institucionales diversos a los que su presencia da relumbrón: inauguraciones de obras públicas, participación en congresos científicos, avales a actos caritativos, revistas militares, etcétera. En casa ocasión, la institución organizadora tendría que ponderar el valor añadido que aporta la presencia real y el coste de la tarifa. Estamos acostumbrados, mal, a juzgar a cualquier testa coronada con los estándares de la reina de Inglaterra, que es riquísima y puede puede permitirse ir gratis a donde la llamen, sin reparar en que algunas familias reales pasan apuros económicos para mantener el estatus y la dignidad que merecen, y esto es aplicable a nuestros borbones, cuyo padre ahora fugado llegó al país con una mano adelante y otra atrás. Y todo por comportarse como un genuino emprendedor.
Esta modesta proposición tiene, bien lo sabemos, contraindicaciones insolubles. La reforma constitucional en lo que atañe a la forma del estado y la figura del rey es materialmente imposible habida cuenta los requisitos que prevé el mismo texto constitucional para llevarla a cabo. Para decirlo en seco, la reforma de la monarquía exigiría antes derrocarla. Algo que ya ha ocurrido en nuestro país: se derroca a un rey y viene otro, en algún caso con un interludio de dictadura militar. Así que dejémoslo estar. Paciencia y a barajar, y en cuanto a la resolución de la fiscalía, con su pan se lo coman.