La independencia judicial es como la agenda de Greta Thunberg: un desiderátum.  No podemos detener el cambio climático ni evitar que los jueces sean como son y hagan lo que les conviene a ellos y a la corporación a la que pertenecen. Por supuesto, podemos elucubrar y protestar cuanto nos plazca sobre estos extremos pero todas las palabras del diccionario, ya sean formuladas como lamento, prédica o invectiva, no alterarán la realidad. Dependemos de la lluvia y de la mareas como dependemos de quienes juzgan nuestros actos, y ante estas fuerzas estamos inermes. La independencia judicial es uno de esos zurullos léxicos que arrastra la torrentera del discurso público y que se hacen más visibles en determinadas épocas, como la que atravesamos, en la que los partidos han necesitado, primero, justificar el retraso de la renovación  de los órganos judiciales, y después, justificar su renovación por el acreditado procedimiento de tantos para ti y tantos para mí, que hasta ahora ha funcionado divinamente.

Anda estos días el congreso de los diputados enfrascado en la pamema de examinar a los candidatos al tribunal constitucional previamente designados y aprobados por los dos grandes partidos del sistema (a los pequeños les toca mirar y callar: cuando seas padre comerás huevos). En este trámite parlamentario, ha subido a la palestra un tal don Arnaldo, elegido por el pepé, lo que ha dado la ocasión al representante del pesoe a hacer un melindre y asegurar que el candidato de la derecha le provoca desconfianza, si bien ha aclarado que no le vetará, por si alguien no había entendido las reglas del juego. El juez candidato ha respondido con una sentencia de las que parecen destinadas a quedar en mármol: no soy más digno que ninguno de ustedes, pero tampoco menos. No soy más honrado que ninguno de ustedes, pero tampoco menos.

¿Cómo definir con mayor precisión lo que es una clase dirigente, entrelazada través de los tres poderes del estado? Gobernantes, parlamentarios y jueces tienen el mismo estatus e idéntico crédito moral. Si el juez es corrupto, también lo es el político que lo ha designado, y a la recíproca, si un gobernante se corrompe, el juez velará por su suerte. Claro que el juez don Arnaldo es proclive al pepé porque de otro modo no podría aspirar a ser magistrado del tribunal constitucional y claro que las sentencias en las que intervenga estarán sesgadas a favor de los intereses de ese partido, o cuando menos al servicio de su cosmovisión. El tribunal constitucional es muy de cosmovisiones. La misión de los altos tribunales no es impartir justicia sino definir cómo debemos entender el mundo y básicamente esta visión es conservadora porque, en caso contrario, se llevaría por delante al tribunal mismo. Curiosamente, esta fórmula de unanimidad de intereses entre los tres poderes del estado, y quienes ostentan su representación, es un factor de estabilidad. Al coste de hacer cómplice al poder judicial del descrédito del sistema.