Los bosques europeos son esos lugares tenebrosos donde el lobo se disfraza de abuelita y se come a la niña. Es lo que le ha ocurrido a una pequeña  iraquí de cuatro años, a la que llaman Eileen, desaparecida en la umbría frontera entre Polonia y Bielorrusia. La niña y su familia proceden del país al que hace casi veinte años una coalición occidental armada hasta los dientes llevó la libertad y la democracia a cañonazo limpio, no sé si lo recuerdan, con los resultados sabidos, y en el momento de los hechos el grupo familiar había cruzado la raya para ir a casa de la abuelita europea cuando se toparon con una patrulla fronteriza polaca que devolvió al grupo a territorio bielorruso y en el tránsito la niña desapareció. Los polacos ya han dejado de buscarla. Confían en que esté en Bielorrusia en manos del ogro Lukashenko. A todos nos complace que el monstruo no viva en nuestro predio sino en el del vecino. La historia es un maldito cuento infantil que nos contamos a nosotros mismos cuando nos sabemos a salvo, muy lejos del bosque, pero que resulta insoportable cuando la encontramos representada a la puerta de casa. Entonces, la irritación nos lleva a retorcer el guión, que no funciona a nuestro gusto: ¿qué necesidad tenía caperucita de estar en el bosque del lobo?, ¿no le habían advertido de que la abuela tenía unos ojos temibles y unos dientes muy largos?

Los cuentos funcionan para satisfacer nuestros anhelos y aplacar nuestros miedos. Hasta hace unos pocos días, Polonia y Hungría eran una problema para la unioneuropea por la deriva iliberal (uno de los neologismos más raritos y cómicos de la jerga política) de su sistema de gobierno, en el que los jueces se dejan guiar por las consignas del ejecutivo y los periodistas son encarcelados o censurados, pero ha bastado que el ogro de la casa al otro lado del bosque haya empujado a la frontera a unos centenares de refugiados para que el cuento haya mudado el guión. Nadie se preocupa de cuán iliberal sea Polonia si consigue frenar la marcha de los desesperados de la tierra, aun a costa de que el lobo se coma a alguna caperucita de cuatro años.

Europa, acostumbrada históricamente a decretar qué es la verdad y a impartir moralina por el mundo, vive ahora en estado de sitio en una casa del bosque a la que asedian oleadas de zombis febriles, desarrapados y hambrientos. El pánico le lleva a retribuir generosamente a estados vecinos, como Turquía o Marruecos, completamente iliberales, para que contengan la invasión. Bielorrusia, por ahora, no pertenece a esta red clientelar externa y quizá ese sea el motivo de la crisis que ha provocado en la frontera oriental de la unión, para llamar a la atención y gritarle a Bruselas, eh, que estamos aquí y podemos haceros el trabajo, nosotros no somos ni melindrosos ni maricones.  Entretanto, se encarga de la tarea Polonia, un estado iliberal  de casa.

Las caperucitas migrantes  no desaparecen solo en los bosques septentrionales sino también, como sabemos, en las soleadas playas meridionales. Aquí bastará, pues, que ganen las elecciones los voxianoshay partido, como se dice ahora- para que seamos iliberales y hagamos lo que hay que hacer sin complejos. Hoy, en Europa, lo que distingue a un liberal de un iliberal es la carga variable de escrúpulo que tiene al comerse a una caperucita, y la distancia entre ambos estados es tan estrecha y corta como el prefijo [i] que distingue a las dos palabras.