Una corriente del psicoanálisis relaciona el dinero con la mierda y es doctrina económica asentada que la acumulación de capital exige cierto grado de estreñimiento: reducción del gasto mediante la robotización consiguiente del proceso productivo. Esta conducta empresarial es equivalente al control del esfínter, en el que el sujeto encuentra un placer sadomasoquista por el estrés que produce, y que Freud llamó la fase anal del desarrollo humano. En fin, son cosas sabidas. La novedad está en que hemos encontrado la prueba empírica, factual, no especulativa, de esta relación psicoanalítica entre el oro y los excrementos, que se encuentra en la tarjeta de plástico. El descubrimiento nos ha permitido además identificar a los sujetos experimentales de este hallazgo, que son los individuos del estrato analógico de la población, es decir, los viejos. Veamos.
Los servicios municipales de la ciudad han introducido un nuevo procedimiento de recogida de residuos en el que se ha provisto a cada vecino de una tarjeta magnética personalizada que abre el contenedor de la calle. La operación requiere cierta pericia, por lo que puede incorporarse al repertorio de ejercicios psicofísicos que afligen a la edad tardía, aunque ese no sea su fin. El viejo porta en una mano su bolsa de residuos que en casa ya ha separado en orgánicos y resto (lo que quiera que signifique resto, habida cuenta que el vidrio, el papel, el plástico, etcétera, tienen sus propios contenedores abiertos al uso universal) y con la otra mano aferra la tarjeta. Llegado al punto de recogida, debe encorvarse para descubrir que, previamente, ha de pulsar una tecla ínsita en la pared del contenedor para que el sistema se ponga en funcionamiento, lo que se anuncia en una ventanita opaca que se ilumina, como si el armatoste despertara de la siesta y abriera un ojo. En ese momento y sin pérdida de tiempo el usuario debe acercar la tarjeta que lleva en la mano a otra ventanita y tras dos o tres pases, si hay suerte, oirá un leve gruñido, como de funcionario requerido a la hora del café, que indica que puede levantar la tapa del cofre, para lo que tiene dos opciones: mediante una contundente presión del pie en el pedal inferior del contenedor, con serio riesgo para su preciado equilibrio corporal, o levantando con la mano libre, si le queda alguna, la tapa del armatoste. En el último instante aún ha de tener cuidado de que la tarjeta que todavía lleva en la mano no sea víctima del impulso manual necesario para arrojar la bolsa de residuos al interior del contenedor.
Cumplida la misión con éxito, el vecino consulta el reloj para saber si está a tiempo de acercarse a su banco dentro del restrictivo horario de atención personal que ha implantado el sector, que este año pasado solo ha ganado diecinueve mil millones de euros. Decenas de vecinos han tenido la misma idea y frente al establecimiento se ha formado una cola -bolivariana o cubana, diría don Casado- de clientes con la misma absurda pretensión de que un empleado haga la tarea que hacía hasta ayer mismo en horario de oficina. Nuestro personaje no llega a tiempo, la ventanilla está cerrada. Devuelve a la cartera la tarjeta de la mierda y extrae la tarjeta del dinero (las instituciones emisoras han tenido la precaución de que sean de distinto color), y se dispone a dialogar con el cajero automático para ver si entrambos consiguen pagar una multa de tráfico. Es inútil. Al parecer, el escándalo por este nuevo régimen bancario de atención al cliente ha sido de tal magnitud que doña Calviño, encargada en el gobierno de que el capitalismo tenga rostro humano, ha prometido al promotor de la protesta que habrá una mejora en el trato bancario. Ya veremos.
Después de tantas emociones, el sujeto del experimento vuelve a casa, se entrega al envolvente afecto de su gastado sillón y el flujo de la conciencia, que no abandona la fase anal, le dice que pronto tendrá que salir a la calle con pañal y quizá tendría que pedir un cuenta con usuario y contraseña para solicitar cita previa en el servicio de eutanasia. No puedes morir sin cita previa. Otra tarjeta de plástico en la cartera, por si acaso.