Este espectador tiene que reconocer que don Ángel Carromero es uno de sus personajes favoritos, del que no puede apartar la mirada, siquiera sea de reojo, por más agitada y confusa que sea la trama sobre el escenario, porque sabe que, tarde o temprano, el personaje dirá o hará algo hilarante y creará un momentáneo y distraído anticlímax en el melodrama que los autores han puesto en escena. Don Carromero, con su cabecita de melón y su apunte de sonrisa entre agradecida y expectante, arrastra tras de sí la sombra del desastre, un despatarre en clave paródica. Un pedo en mitad de la misa.

En su currículo militar ostenta el rarísimo mérito de ser el que más ha hecho por fortalecer el régimen cubano desde los estrategas de Bahía de Cochinos. No es hazaña que esté al alcance de cualquiera desembarcar en la isla con la misión de conspirar contra Fidel Castro y en el curso de la operación matar a los dos líderes de la oposición en un accidente de tráfico. Luego, alguien se toma la molestia de echar un vistazo a su carné de conducir y resulta que está invalidado por la cantidad de infracciones cometidas en España. No me digan que no es una genialidad enviar a la otra orilla del Atlántico a un loco del volante para que sirva de chófer a aquellos a los que se supone que quieres cuidar y apoyar. A los cubanos les hizo tanta gracia el personaje que no dudaron en devolverlo a España para que cumpliera la condena por homicidio imprudente. Con suerte se cargará el país de los gallegos, debieron pensar los capitostes cubanos. Y, en efecto, así ha sido, casi.

En un país medianamente sensato, don Carromero hubiera sido recluido en un prudente ostracismo después de su hazaña cubana, pero el personaje es ciudadano de la república independiente de Madrid y, bajo la férula de doña Aguirre, para la que no hay disparate lo bastante grande que no pueda ser perpetrado, el soldado Carromero fue recibido, literalmente, como el último héroe de Cuba y acomodado de nuevo en el aparato del partido, a la espera de otra ocasión en que pudiera desarrollar sus excepcionales dotes para actuar en circunstancias extremas. La ocasión ya ha llegado.

En el momento en que ocurrieron los hechos, don Carromero ocupaba un puesto que parece diseñado a medida de su acreditado sentido común, su visión estratégica y su reconocida prudencia en la ejecución de misiones imposibles. Era nada menos que director de coordinación general de la alcaldía de Madrid, dicho en romance, tenía en sus manos todos los hilos de las marionetas del teatrillo, y desde este puesto participó en la guerra civil del pepé en el bando oficialista y en contra de doña Ayuso. A alguien, quizá al diminuto alcalde que tiene como jefe, le debió parecer buena idea que don Carromero montara una operación de espionaje sobre la presidenta de la comunidad y, en efecto, lo hizo y aportó los perfiles más extravagantes y brumosos de la crisis: unos detectives que se contratan pero no actúan, etcétera. A medida que la bruma se disipa y la crisis se desprende de las anécdotas novelescas para centrarse en lo que importa, ahí aparece don Carromero con su carita de tonto. De momento, ha tenido que dimitir para salvar a su jefe, pero no se aflijan, si queda en pie algo del pepé, o se recrea un clon hecho con los mismos materiales, ahí estará don Carromero.  No sabe hacer otra cosa.