Nada es más vacío que el congreso de un partido político, y cuidado que los hemos padecido de todos los colores en cuarenta años. La férrea liturgia, la sobreactuación de los participantes y la inanidad de los discursos conforman una especie de ectoplasma colectivo a través del cual querríamos leer nuestro futuro, si bien el eco del acontecimiento no dura ni veinticuatro horas. El congreso pepista de Sevilla no ha sido una excepción; al contrario, aspiraba a sumergirse en el olvido desde el mismo lema oficial: lo haremos bien.
El grandísimo Billy Wilder nos proporcionó en Con faldas y a lo loco una metáfora imperecedera de esta clase de encuentros. En un coqueto hotel de Florida se reúne una convención de amigos de la ópera que encubre una reunión de jefes de las familias de la mafia. Los asistentes dejan la artillería en el guardarropa y el ambiente es relajado, jovial y de maneras versallescas, hasta que de la gran tarta conmemorativa del evento emerge un sicario con una ametralladora y liquida al traidor Botines Colombo y a sus esbirros.
Entre los amigos de la ópera reunidos en Sevilla, la ejecución de Barbitas Casado había tenido lugar antes de la reunión y también los amaños necesarios para restaurar los equilibrios de poder en la organización, así que en el curso del festejo pudieron tomar la palabra la víctima y sus verdugos, que saludaron al respetable como hacen los actores después de una representación de Tito Andrónico, mientras a su espalda el suelo del escenario está empapado de sangre.
Don Casado fue víctima de su propia inmadurez juvenil. Hay dos modos de atravesar los años y la experiencia que llevan a la edad adulta. Uno es braceando contra toda clase de dificultades, cuando parece que la vida y lo que la hace posible y deseable se han vuelto en tu contra y nada de lo que quieres o a lo que aspiras te es concedido. El otro modo discurre cuando todo lo que halaga tu vanidad te es dado sin esfuerzo: un empleo muy bien pagado, títulos académicos inmerecidos, la atención de tus mayores y más palmaditas en la espalda de las que tu frágil osamenta puede soportar. Pablo Casado era un botarate y esta condición se evidenció desde el mismo momento en que fue presentado en sociedad. Su elección para dirigir el pepé se debió menos a sus méritos probados que al histérico desconcierto en el que estaba sumido el partido después de la derrota de don Rajoy. Luego, ya al timón, demostró que su arrojo era correlativo a su inexperiencia. No fue lo bastante facha, aunque lo intentó con ganas, para sacudirse la tutela de vox ni lo bastante cínico para integrar a doña Ayuso y sus corruptelas en el sistema que aspiraba a dirigir, y entrambos le hicieron perder pie y, ya en el suelo, sobraron voluntarios de su propia cuerda para coserlo a puñaladas. Ahora, los mismos ejecutores han entronizado como Pequeño Bonaparte a don Feijóo, del que se nos dice que tiene método.