Una así llamada asociación nacional anticomunista ha elevado al tribunal supremo una querella contra el extinto don Pablo Casado por rajar en un programa de radio sobre la presunta corrupción de su correligionaria, la presidenta madrileña doña Ayuso. Todos sabemos cómo terminó el culebrón: la cifra de la coima dada por don Casado en su comentario radiofónico era correcta, unos doscientos ochenta mil euros levantados y presuntamente embolsados por el hermano de la presidenta, pero el voceo de don Casado abrió las carnes del pepé y provocó un idus de marzo en el que todos los barones del partido quisieron dejar la marca de su puñal en la carne tumefacta del hasta entonces eximio líder. Políticamente, el asunto está cerrado y judicialmente se cerrará cuando dios quiera.
¿Qué pretendía, pues, la asociación anticomunista con su querella? Pues básicamente, dar la razón a quienes afirmaron que el abrupto final de don Casado se debió a que había roto el pacto de la omertá que impera en las organizaciones mafiosas, elevado a la categoría de secreto de estado. Los anticomunistas se querellaban por el delito de revelación de secretos. El tribunal supremo (la denuncia se presentó cuando don Casado aún no había dejado el escaño en el congreso y era aforado) ha desestimado la querella por razones procedimentales, a saber, que este delito tiene que ser denunciado por la entidad afectada, lo que no es el caso, y porque los querellantes no especifican qué secretos concretos han sido indebidamente revelados.
El episodio, aparentemente marginal, tiene interés porque informa de dos aspectos significativos de nuestra realidad política. El primero revela el celo con que la extrema derecha vigila y protege, en nombre del anticomunismo, los intereses generales de la derecha, incluida la inagotable práctica de la corrupción. El segundo aspecto es el uso, y abuso, del recurso a los tribunales con fines estrictamente políticos, una querencia también tipicamente derechista.
En algún momento del periodo de gobernación de la derecha, esta consideró oportuno y necesario incorporar a jueces y fiscales al campo de batalla política. Siempre hubo juristas de derecha y de izquierda para no pocos de los cuales el paso de la toga al escaño parlamentario o a la poltrona ministerial ha sido su particular puerta giratoria. Pero, bien que mal, el funcionamiento del sistema judicial era neutral y confiable. Esta percepción se hizo añicos, quizá por muchos años, con ocasión del prusés catalán, cuando don Rajoy decidió subrogar en los jueces la resolución de un problema político mientras él se fumaba un puro y leía el marca. El efecto fue catastrófico para la credibilidad de la judicatura española en el resto de Europa. Una clase política incompetente recurre a los tribunales para resolver los problemas que ella misma crea. En consecuencia, los políticos cada vez aparecen más impotentes en su función y los jueces más arbitrarios en la suya. Las variadas sentencias pronunciadas sobre la normativa de la pandemia dan noticia de lo cerca que pueden estar los togados de la mera chifladura.
La escalada en el llamado lawfare, practicada por el pepé, ha llevado a un estancamiento de posiciones, lo que en términos militares se llamaría una guerra de trincheras, cuando se ha llegado a la imposible renovación del consejo general del poder judicial, que está en manifiesto estado inconstitucional desde hace por lo menos cinco años. La extrema derecha aprovecha esta circunstancia para entrar en el campo de batalla mediante tácticas de guerrilla como la que se ha explicado más arriba, que le otorgan entrenamiento y visibilidad mientras toma posiciones ocupadas por la derecha tradicional. Cuando nos preguntamos cómo es posible esta escora del conservadurismo hacia la extrema derecha, el episodio de la querella chunga nos ofrece algunos elementos de juicio.