El jefe de la patronal española, don Garamendi, declara que hablar de pobres y ricos radicaliza a la sociedad. Es la segunda vez en pocos días que nos propinan el mismo dictum. La vez anterior fue el ex don Rajoy en el contubernio de La Toja, lo que lleva a pensar en que la consigna forma parte de un argumentario largamente compartido en las élites económicas del país. Es cierto que este binomio resulta vago para formular políticas presupuestarias y fiscales porque ¿dónde terminan los ricos y empiezan los pobres o viceversa? Pero borrar esta dicotomía del lenguaje significaría cancelar, como se dice ahora, una buena parte de la lógica occidental, desde el evangelista San Marcos (el del camello y el ojo de la aguja) al economista Thomas Pikkety pasando por el novelista Charles Dickens, para mencionar a unos pocos consabidos. También es cierto que a los verdaderamente ricos y a los verdaderamente pobres les falta tiempo para preocuparse por su condición, un tiempo precioso que los primeros utilizan para disfrutar de la (buena) vida  y los segundos para que la (mala) vida no acabe con ellos.

De modo que a quienes concierne la antinomia es a quienes se creen viviendo en un concepto tan vago, y más tramposo, que los dos anteriores: la llamada clase media. Pertenecer a la clase media significa que eres rico por méritos propios o pobre porque algo habrás hecho para serlo. Doña Ayuso es la lideresa que con más desenvoltura pastorea esta burbuja sociológica. Ya tiene calculados los residentes  madrileños de clase media que emigrarán a Portugal a causa del nuevo impuesto a los ricos aprobado por el gobierno español: trece mil, el 0,2 por ciento de la población de la comunidad, lo que indica que la clase media no es tan numerosa como pregonan. Y para decirlo todo, tampoco son tantos los ricos afectados por el impuesto.

Los más viejos del lugar no necesitan remontarse muy atrás en su propia biografía para entender que la segunda mitad del siglo veinte fue para esta parte de Europa una época de crecimiento y estabilidad sin parangón, con una fiscalidad progresiva y la gestión pública de los servicios colectivos esenciales. En comparación con aquel sistema, las iniciativas de subsidiación a empresas y trabajadores en apuros, para remediar los efectos de las sucesivas crisis, y de imposición fiscal a las rentas más altas, que ha implementado el gobierno social-comunista de don Sánchez, no pasan de ser cuidados paliativos.

La réplica neoliberal al estado del bienestar fue relativamente temprana después de la segunda guerra mundial y, si bien minoritaria entonces, ganó terreno poco a poco sobre los errores y abandonos del adversario para alcanzar una hegemonía absoluta en los noventa, tras la implosión de los regímenes socialistas del este, pero después de una década feliz de crédito fácil y endeudamiento de los ahora pobres, no supo prever ni menos atajar una crisis financiera planetaria de la que aún pagamos los efectos, no supo dar una respuesta firme y coordinada a la pandemia de la covid, no sabe resolver las crisis de la inflación y de los suministros de energía, ha introducido una inestabilidad crónica en la gobernanza de las democracias occidentales y tiene una parte de responsabilidad, ya se verá cuánta, en la guerra de Ucrania, que muy bien puede ser el epílogo de esta historia.

En este marco, quizá no se deba hablar de ricos y pobres, pero no por las razones perezosas y tramposas que alegan don Garamendi, don Rajoy y doña Ayuso, sino porque es una formulación de jardín de infancia, obvia e inoperante. En tiempo de tuiter, se requiere más discurso y  menos ocurrencias.