Doña Meloni exige ser llamada señora primer ministro (presidente del consejo, en Italia). De este modo, el título deja de designar una función o empleo adjetivo para convertirse en un tótem sustantivo, que es naturalmente masculino. Para quienes defienden el orden tradicional, el poder es siempre masculino, no importa quién lo ejerza. Si estuviéramos en una fase histórica más tribal (esta ya lo es bastante), doña Meloni comparecería en público con una barba ceremonial postiza. Y no es solo porque la primer ministro sea facha, cosa que ahora ha desmentido enfáticamente, sino porque el cubileteo del género y el juego entre significante y significado admite muchas variantes y provoca muchos líos.
Las actrices inglesas exigen ser llamadas actor, o female actor, porque sienten que actress just sounds less professional and serious. Es un argumento asombroso. ¿Alguien considera que Maggie Smith, Emma Thompson o Judi Dench no son lo bastante profesionales por ser actrices y no actores? ¿Es menoscabo decir de ellas que son unas comediantas deliciosas y fascinantes? Pero, en fin, quizá sea una reminiscencia de la época isabelina en la que las mujeres tenían vetado el oficio de cómico. En castellano se ha proscrito la hermosa palabra poetisa porque ahora todos y todas son poetas y ardo de impaciencia por saber en qué quedará la sugerente sacerdotisa cuando el papa, o la papisa, o the female pope, de Roma abran el oficio de cura a las mujeres. Quién sabe si tanta tardanza vaticana no se debe también a una cuestión gramatical. Quizá señora obispa suena less professional and serious. Ya veremos lo que opina Pérez-Reverte.
El escribidor anda por estas sendas gramaticales pisando huevos pero, incitado por la decisión semántica de la primer ministro italiana, se atreve a meter el pie en la enésima bronca interna de nuestro bienamado gobierno social-comunista, dividido ahora por la ley trans, o más específicamente, por un aspecto de la ley que tiene que ver con las barbas de doña Meloni.
La autodeterminación de género es un concepto nuevo cuya dificultad cognitiva no puede negarse, según el cual un hombre o una mujer lo es por una mera declaración de voluntad. El género se libera así del sexo y se convierte en una decisión subjetiva de la que el estado se limita a dejar constancia registral. El propósito de esta institución no puede ser más loable: librar a las personas con disforia de género del control médico y judicial en el tránsito hacia el destino al que les lleva la disforia. El término, en el diccionario rae, significa, estado de ánimo de tristeza, ansiedad o irritabilidad, debido en este caso a que el sexo biológico no coincide con la identidad de género. Ya se entiende que un estado de ánimo es difícilmente diagnosticable y, en consecuencia, las intervenciones clínicas o las resoluciones judiciales pueden ser consideradas una inaceptable intromisión en la intimidad de la persona. Hasta ahí alcanza el consenso de la izquierda.
Pero el género es un estado del individuo que tiene consecuencias sociales y algunas pueden ser muy refinadas e inquietantes. Un ejemplo: un hombre acusado de maltrato contra una mujer, es decir, un delito de género, ¿podría librarse de la justicia si se declara él mismo mujer? Al parecer, la respuesta a esta pregunta es no porque ya ha sido enmendada en el proyecto de ley, pero da una indicación sobre la complejidad de la casuística derivada de la autodeterminación. La cancelación de la identidad entre sexo y género ha sublevado a las feministas, llamadas ahora radicales, porque perciben, no sin buenas razones, que el reconocimiento del género líquido o subjetivo es una brecha en las conquistas de largas y duras décadas de lucha por la igualdad. Los hombres, sin embargo, no parecen concernidos por la polémica. El transgénero es un itinerario de doble dirección pero la masculinidad tradicional, o radical, o machista, no se siente aludida. Va a tener razón doña Meloni: el poder siempre lleva barba.