Al tiempo en que las erinias de la derecha cargaban en tromba contra la ministra doña Irene Montero a cuenta de la ley de garantía integral de la libertad sexual, el colegio universitario Elías Ahuja de la Complutense de Madrid readmitía al alumno expulsado por los cánticos que prometían la violación de sus compañeras del colegio de enfrente y en un encuentro deportivo de la misma universidad, estudiantes de derecho  jaleaban la violación y el estupro (y el cohecho, para cerrar la rima). Mientras, el hospital Clínic de Barcelona registraba un aumento del cincuenta por ciento en las agresiones sexuales atendidas en el último año. Las testosterónicas consignas del pijerío universitario se reflejan en estas estadísticas cuando descienden algunos peldaños en la escala social, donde los agresores no aprecian la ironía y pasan a la acción sin necesidad de cantos tribales.

A las clases altas les trae sin cuidado estos delitos y las cifras que representan, excepto cuando tienen la oportunidad de excitar la vena populista a cuenta de los castigos que acarrean. En materia punitiva, la derecha es imbatible. Desde el garrote vil para abajo, cualquier remedio les vale con tal que de que dé miedo, no a los delincuentes, precisamente, sino a la población en general. El miedo a ser víctima de un delito se traslada al delincuente que podría perpetrarlo. Pero, ¿es así?, ¿hay algún estudio que ilustre el efecto de la prisión permanente revisable, una iniciativa del pepé, en los delitos a la que es aplicable esta pena?

La ley del sí es sí pretende crear las condiciones de un espacio seguro para las mujeres en cualquier ámbito público en que estén presentes, el trabajo, la escuela, la calle o la fiesta, donde en todo momento sean dueñas de sus circunstancias. En resumen, para que disfruten de la misma libertad que los hombres, que es lo que justifica un ministerio de igualdad. Es una ley revolucionaria y en consecuencia arriesgada, y ya veremos si eficiente. No puede descartarse que se hayan cometido errores en la codificación de los delitos y las penas, pero tampoco puede descartarse que el cambio de paradigma haya pillado a algunos jueces con el pie cambiado a la hora de aplicarla. La dificultad de la ley está acreditada por dos hechos comprobados: uno, ninguna de las instancias que participaron en su redacción advirtieron los efectos que han llevado a la situación actual, y dos, no todos los tribunales han interpretado la aplicación de la nueva norma del mismo modo. La ministra Montero no aprobaría seguramente el examen de ingreso en una escuela de diplomacia pero nadie le puede negar coraje, tenacidad y convicción al servicio del programa político por el que fue votada.

La derecha es también imbatible en el acoso y derribo del adversario y, como en cualquier otra especie zoológica, se pueden advertir patrones específicos de comportamiento. Uno, el ataque es a muerte (política, en general); dos, no está relacionado con ningún argumento político, y tres, es masivo y unánime. En nuestra remota juventud, bien entrada la dictadura, aún nos llegaban ecos de la campaña denigratoria desatada en los años treinta contra don Manuel Azaña, presidente de la II República. En los años ochenta, el ministro socialista don Fernando Morán fue objeto de una campaña de ridiculización de la que aún pueden encontrarse en la red las jubilosas recopilaciones que hicieron los periódicos de derechas. Más cerca en el tiempo, las víctimas de estas campañas han sido mujeres, como las ministras socialistas, doña Bibiana Aído y doña Leyre Pajín, de las que, si se busca su nombre en google, el algoritmo nos ofrece en primer término los chistes que hicieron sobre ellas.

Contra doña Irene Montero, la derecha ha lanzado portavozas, quizá porque hacen más creíble el mensaje machista con el que han embestido. El comportamiento de estas hembras nos recuerda que, llegados a cierto grado de ebullición, la condición humana es igual en todos los individuos de la especie, sin distinción de género, nacionalidad o raza, y a propósito de esto último, la diputada voxiana doña Carla Toscano recordaba a este espectador al esclavo Stephen, de la película  Django desencadenado de Tarantino, un negro partidario de la esclavitud que se ensañaba con los de su raza y condición para complacer a su patrón. Pero estas son divagaciones de cinéfilo.