El gobierno aprieta filas en la barrera ante el tiro de falta que se dispone a efectuar la oposición. Don Marlaska y doña Montero tendrán una defensa mancomunada frente a las respectivas demandas de reprobación que llevará la derecha al parlamento. ¿Quién iba decir a esta pareja que terminarían juntos ante al peligro? Es difícil encontrar una dupla que tenga menos en común, excepto el hecho compartido de que no caen simpáticos, ni siquiera, en gran medida, a los votantes de sus respectivos partidos. Representan la clase de político cuyas rocosas convicciones y la confianza infinita en sí mismos les impiden el ejercicio de la diplomacia. Ambos son por ende fácilmente caricaturizables: el implacable juez de la horca y la activista incendiaria, que avanza con un bidón de gasolina en una mano y un encendedor en la otra. Es fácil imaginar que los aludidos no estarían especialmente descontentos con estas caricaturas.
Don Marlaska y doña Montero han cometido sendas pifias muy serias, que han alarmado con razón a la opinión pública, y de las que son políticamente responsables. El primero no ha conseguido argumentar de manera convincente lo ocurrido en la masacre de la valla de Melilla y se ha enrocado en la afirmación de que no hubo víctimas mortales en el lado español de la frontera, contra la aparente evidencia de unas imágenes y de un testigo. Veinticuatro muertos contabilizados es un saldo horroroso e inaceptable en un suceso así. Habría que preguntarse si la policía marroquí lo había previsto, si la policía española estaba avisada, si ambas policías actuaron coordinadas y habían acordado la respuesta, si la respuesta podría haber sido otra o si, por el contrario, tendremos que esperar resultados parecidos en ocasiones similares en el futuro. El enroque de don Marlaska parece indicar que también se quiere proteger la relación con Marruecos. El pepé conoce todas las implicaciones del caso y no apoya una investigación del suceso porque tal vez en el futuro se encuentre en una tesitura parecida. Las políticas migratorias son un campo de minas en toda Europa en el que solo caen los migrantes, no los ministros. El pepé tampoco quiere incordiar a don Marlaska, el ministro más cercano a sus posiciones, solo debilitar a don Sánchez, el protagonista de sus pesadillas: abrir una brecha en la maldita fortaleza en que se ha convertido el gobierno frankenstein.
El caso de doña Montero es más sencillo y a la vez más personal. La ministra de igualdad tampoco se ha dignado ofrecer una explicación al sorprendente efecto de la ley de garantía de la libertad sexual o del solo sí es sí con la rebaja de condenas a algunos agresores sexuales. La ley es del gobierno y se confeccionó bajo la autoridad del entonces ministro de justicia, don Campo, un acreditado jurista que el pesoe promociona ahora para el tribunal constitucional. Ahora sabemos por qué don Campo se ha llamado andana en esta polémica cuyo peso ha caído sobre la ministra y esta, no se sabe si forzada por la situación de acoso o encantada por el protagonismo advenido, respondió con fuego graneado y por elevación. Primero, todos los jueces son machistas; luego, el pepé promueve la cultura de la violación. Es imposible saber qué grado de razón tienen estas dos afirmaciones, sobre todo la segunda, porque la ministra es de la generación de tuiter y prefiere un buen pelotazo desde la portería contraria que andarse con el tiqui-taca, para decirlo en la jerga futbolística de estos días. Ahora toca replegarse en el área propia y codo con codo aguantar el contraataque del adversario.