A viejo le pareció pertinente a la festividad del día pasar la tarde del ochoeme en compañía de la cautivadora Delphine Seyrig, convertida, ay, en un ama de casa fondona, neurótica y desdichada en la película Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) de la cineasta belga Chantal Akerman. La veterana revista de cine Sight and Sound ha entronizado a esta película como la mejor de la historia en su evaluación del año pasado. En fin, dejando de lado el hecho de que estas calificaciones son arbitrarias y contingentes, resulta intrigante que el podio se lo haya llevado una epopeya invertida de la frustración femenina: la historia de una mujer encarcelada en las labores propias de su sexo, como se decía cuando el viejo espectador era joven.
La película es disuasoria desde el mismo título, que parece un apunte del registro civil. Tres horas y pico de una sucesión de planos fijos, sin música, sin diálogos, en un único decorado de un piso de clase media venida a menos en el que una mujer en la cuarentena va y viene con ciega determinación, encendiendo y apagando la luz de las habitaciones de las que entra y sale, limpiando, cocinando, tejiendo prendas de lana, atendiendo a las necesidades de su hijo adolescente y solipsista, cuidando a ratos del bebé de una vecina y recibiendo a hora fija la visita de hombres a los que ofrece servicios sexuales para completar sus ingresos de viuda. El espacio es geométrico; el tiempo, repetitivo, como dictado por un metrónomo; los colores, apagados; el entorno, silente, y el sino que rige la historia, fatídico.
El espectador no es bienvenido; al contrario, es tratado como un mirón puesto a prueba -su gusto cinéfilo, su visión de la realidad, sus expectativas, su paciencia-, mientras las imágenes pasan ante sus ojos, y, como un hipnotizador experto, terminan por secuestrarle la conciencia. En un determinado momento ocurre algo invisible que altera la rutina de hierro en la que se soporta la vida de la mujer enjaulada y se suceden imperceptibles accidentes que delatan la pérdida del dominio que ejercía sobre ese reino asfixiante. El cepillo de lustrar zapatos se le cae de las manos, las patatas en la olla se cuecen demasiado, no encuentra en el comercio el tipo de botón que busca para un viejo abrigo, su mesa habitual en el café está ocupada, son señales de un desajuste existencial que opera como un proceso de desalienación y deja inerme a la mujer, sola con su indecible sufrimiento. Dejemos el final para los espectadores.
La historia está montada como un aparato de relojería sin más vía de expresión emocional que el rostro desolado del ama de casa, única presencia en escena durante todo el metraje, al que el espectador abducido interroga en busca de una salida a su propia ansiedad. Hay que ser una actriz colosal para componer un personaje tan compacto y sugestivo, en régimen de primeros planos y sin más ayuda que unos pocos y mínimos recursos gestuales. Delphine Seyrig es uno de esos relámpagos que iluminan el ya neblinoso pasado cinéfilo de la generación del viejo, a la que se recuerda en Muriel, Besos robados, El discreto encanto de la burguesía, y algún otro título menos confesable al que aportó su refinado magnetismo, películas entonces extremas y hoy olvidadas. En los años ochenta, su carrera desapareció de la luz de los focos precisamente debido a su compromiso feminista. El último periodo de su corta vida estuvo dedicado a su colaboración en películas de Chantal Akerman y Agnès Varda, y a su asociación con la videoartista Carole Roussopoulos con la que fundó el Centro Audiovisual Simone de Beauvoir, dedicado a producir documentos sobre la condición de las mujeres y la lucha por sus derechos.
La visita del fantasma de Delphine Reyrig tiene un efecto balsámico en el viejo, aún espantado por la pugna de lobas de la que fue teletestigo el día anterior en el parlamento, aunque quizá ese sosiego sobrevenido en el ánimo sea una añagaza del irredento carácter machista. Alguna o algune podría decir que al tipo solo (sin tilde) le gustan las mujeres muertas. Lenguaje, modas, sentimientos y el tiempo que corre hacia el final, como en la estática película de Chantal Akerman. Qué vida.
Independientemente del loable contenido feminista, la película de Ackerman es un coñazo monumental que sólo se puede aguantar por alguna clase de militancia en la que incluyo la del fervor por la Seyrig. La prefiero en tareas menos nobles de concepto y más vivaces de contenido.
Es una película para los días morados. Un saludo.