Los vecinos de la ciudad de los sanfermines tienen a Ernest Hemingway como santo patrón: sacan la efigie en procesión con cualquier pretexto y la cubren de improperios si no llueve a gusto de todos.
Días atrás, un tribunal de honor ciudadano juzgó en esta remota villa subpirenica al escritor Ernest Hemingway por su responsabilidad en el tsunami turístico que anega la ciudad durante las fiestas locales, conocidas en el mundo entero, ay, como los sanfermines. Este año se cumple el centenario de la primera visita del escritor a la ciudad y de la primera crónica sobre sus fiestas publicada en el Star Weekly de Toronto, pero hay delitos que por su gravedad no prescriben nunca.
La charada fue organizada por una peña local pero no se crea que quienes participaron en ella eran gente iletrada y meramente aficionada al pacharán, nada de eso. Como dice el cronista, la causa ha contado con todas las garantías posibles en un acto de este cariz. El tribunal fue presidido por una jueza profesional, la acusación estuvo al cargo de un letrado que había ejercido como defensor del pueblo, y se recabaron testimonios de conspicuos escritores y periodistas locales estudiosos de este delicado asunto. En base a los testimonios depuestos, el jurado elegido por sorteo entre el buen público presente declaró a Hemingway inocente de que contribuyera gravemente a desnaturalizar los sanfermines, aunque propagara las fiestas por todo el mundo.
Estas consideraciones benevolentes no obstan para que la mayoría del jurado conviniera en que la imagen que el escritor ofrece de la ciudad en su novela Fiesta (The Sun Also Rises, 1926) es ridícula y ofensiva. La sentencia absolutoria, pues, no repara la dolorosa punzada que todo buen vecino siente en su corazón cada vez que pasa por delante del busto que el escritor tiene erigido junto al callejón en el que desembocan corredores y toros para entrar en la plaza [en la imagen] y cuya demolición solicitó el fiscal del caso.
Esta pamema de juicio, que parece casi un ritual mágico, no es un invento a humo de pajas. Para nada. Responde a un sentimiento contradictorio ampliamente compartido y firmemente arraigado en el paisanaje local, que puede resumirse así: los indígenas leen Fiesta y descubren con una mezcla de estupor y rabia que habla de unos forasteros norteamericanos que vienen a su ciudad pero no habla de lo majos que son los vecinos, ni de los paisajes tan bonitos, ni del encanto de las tradiciones. Por ende, la novela, universalmente leída, arrastra a legiones de visitantes foráneos que básicamente vienen a emborracharse y a correr delante de los toros y no atraídos por las maravillas que encierra la aldea, sus murallas, sus reyes, sus fueros, sus gigantes y cabezudos. Los aldeanos se ven menoscabados por esos personajes de ficción, que llevan vidas tan interesantes y deportivas. No hacen nada que no hagan los vecinos del común –burrear con las vaquillas, asistir a la corrida, pescar truchas en los ríos pirenaicos, comer y beber- pero, caray, lo hacen como si no fuera importante, como si pudieran hacer otra cosa o estar en otro sitio, alternativa que al indígena le está vedada. El genuino corredor del encierro lo es por un impulso atávico, un mandato arcano e inapelable que brota de la tierra que le vio nacer, no por divertimento. Ahí está la diferencia que quita el sueño a los vecinos de la aldea y, aceptado este hecho, dice mucho de su bonhomía y gentileza que sus representantes hayan absuelto al autor forastero cuyo delito único fue ser forastero.
En este extraviado juicio por parte de los dignísimos ciudadanos empeñados en la defensa de la ciudad y sus tradiciones hay un despiste monumental. Los personajes de Hemingway son desarraigados en una fiesta, que es la celebración del arraigo. Brett, Jake y compañía están en una fiesta pero no de fiesta. Están buscándose a sí mismos en medio de una multitud reunida para afirmar la certeza de su identidad. Son viajeros, transeúntes, peregrinos, si se quiere, pero no turistas venidos para consumir el disfrute que ofrecen las circunstancias. La novela no sirve de guía turística. El despiste, probablemente, empieza en la traducción misma del título de la novela donde el rotundo e inequívoco Fiesta es infiel a la melancólica reflexión del Eclesiastés (1: 5-7), sale el sol y se pone, y regresa presuroso al lugar donde vuelve a nacer, de la que está tomada el título original.
Hemingway vino a la ciudad de los sanfermines por sugerencia de Gertrude Stein, que acertó al pensar que la entonces ignota fiesta sería del gusto de su inquieto amigo. Aquel año, 1923, el escritor y su esposa Hadley eran los únicos turistas anglófonos en la ciudad, según afirma el mismo escritor en su crónica del Star Weekly. En años sucesivos hasta 1931 acudió a las fiestas en seis ocasiones, cada vez acompañado de amigos y amigas, grupo variable al que él llamaría más tarde la cuadrilla, lo que revela el carácter magnético de las fiestas, algo de lo que los hipócritas vecinos están muy orgullosos, tanto más si están en el sector de la hostelería, aunque finjan lo contrario.
A Gertrud Stein se debe también la etiqueta de generación perdida con la que se designa a los jóvenes escritores y artistas que vagabundeaban en París al término de la primera guerra mundial y que habrían de ser los renovadores de la cultura occidental en el siglo XX y la vanguardia de la ulterior americanización cultural de Europa. La guerra civil española y la segunda guerra mundial, de las que fueron testigos sobre el terreno algunos conspicuos componentes de esta generación, singularmente Hemingway, facilitaron la colonización de una Europa devastada y fue durante la pax americana, después de la guerra, cuando se inició un turismo transatlántico a ciertos lugares de interés en el llamado viejo continente, la ciudad de los sanfermines entre ellos.
James Michener, un autor de fama en los sesenta y hoy olvidado, cuya prosa imita penosamente a la de Hemingway, lo cuenta en su libro The Drifters (Los vagabundos, 1971). Los más viejos de la tribu podemos recordar las oleadas de jóvenes norteamericanos (¡de ambos sexos!, cosa asombrosa para los indígenas de la época), que llegaban a la ciudad con descomunales mochilas de color naranja a sus espaldas en las horas previas al inicio de la fiesta para atravesarla durante un día o dos antes de seguir camino hacia el Levante: Marruecos, primero, y los más aguerridos hasta Katmandú. The Drifters se publicó en castellano con el absurdo título de Hijos de Torremolinos, que revela el lugar en el mundo que España empezaba a atribuirse a sí misma como destino receptor de turismo.
En este periodo, Hemingway volvió a los sanfermines en dos ocasiones, 1953 y 1959. Si se examina el material documental de escenas de la fiesta que filmó el cineasta navarro Miguel Mezquíriz en 1952 y 1953 con destino a una malograda película que habría de titularse Aventura en San Fermín y que no llegó a rodarse, se pueden hacer dos observaciones interesantes. En este material, Hemingway aparece fugazmente en dos planos, sentado en la barrera de la plaza durante la corrida como un aficionado anónimo, lo que indica que el cineasta no estaba interesado en el escritor mientras la plaza y la calle están pletóricas de público exultante, entregado a los rituales de la fiesta, que no ha leído The Sun Also Rises. La ciudad y el escritor vivían felizmente a espaldas una del otro. La visita del año 1959, la última, tuvo un cariz ligeramente distinto. Fue el año de El verano sangriento (The Dangerous Summer, publicado en1985), y el escritor estuvo rodeado de atención y publicidad mediática y de paisanos que sí reconocían al personaje, un viejo en clara decadencia, convertido en una caricatura de sí mismo, dos años antes de que se pegara un tiro. Luego vino la televisión y en esas estamos.
El azar ha querido que la redacción de esta nota coincidiera en el tiempo con el visionado, en una plataforma digital, del documental Los años del super8, de Annie Ernaux, en el que la escritora francesa, premio nobel del año pasado, comenta las películas domésticas de cuando era una madre de familia con hijos pequeños. El interés, relativo, de este documental radica en el contraste entre la benévola inanidad de las imágenes y el tono sombrío de los comentarios de la autora. Entre los contenidos filmados hay un fragmento de los sanfermines de 1980. El material editado tiene dos partes bien diferenciadas. La primera es una presentación del bullicio de las calles cuya textura no ha cambiado desde la primera crónica de Hemingway en 1923, en la que los comentarios de la escritora que acompañan a las imágenes son desganados y tópicos. En la segunda parte, el relato sufre un brusco y ominoso giro de guion y lo que se ofrece es la filmación, sin comentarios ni banda sonora, de una becerrada con muerte en la plaza de toros de la ciudad, en la que unos torerillos adolescentes de blanco y rojo lidian a una pequeña res de menos de dos años con todo el atrezo de banderillas y estoque hasta que las mulas arrastran el guiñapo al desolladero. El espectáculo es horroroso, el envés de la fiesta como la veía Hemingway, pero se acerca al modo como la ven ahora los nuevos públicos. No sabemos si Annie Ernaux será algún día objeto de un juicio popular acusada de la prohibición de las corridas de toros.
Este comentarista debe a Luis Garbayo (editorial Ken) la oportunidad de releer estos días la primera crónica sanferminera de Hemingway, primorosamente publicada en edición bilingüe en junio de 2009, con motivo del cincuentenario de la última visita del escritor a la ciudad. La lectura de aquella crónica revela lo igual que es la fiesta a sí misma a pesar del siglo transcurrido. Hemingway comete algunos errores de apreciación pero tiene instinto para lo esencial y su primera observación es que la ciudad está llena de forasteros, los hoteles y pensiones están abarrotados y hacen su agosto en esas fechas, como él mismo y su mujer experimentan en la búsqueda de alojamiento a precio asequible. Primera enseñanza, pues, la aglomeración humana no la trajo Hemingway. La segunda observación es que el autor no estaba interesado en la etnografía del lugar sino en la lidia de los toros, en la que llegó a ser un entendido, para decirlo en jerga taurina. La lidia encarnaba la actitud ante la vida que él resume en un famoso apotegma: courage is grace under pressure. A desentrañar este misterio dedicó unos relatos insuperables y una prosa clara, precisa y atenta a los hechos, que aún nos conmueve.