El viejo acude a la filmoteca de su ciudad en busca de algún fragmento de su infancia. La sala de proyección está poblada de cabezas cenicientas y semblantes ensimismados y atentos. Lo que se ofrece en la pantalla es una menestra de escenas sanfermineras filmadas en 1952 y 1953 por el cineasta local Miguel Mezquíriz para que sirvieran de material de relleno de una película de ficción que habría de titularse Aventura en San Fermín, que nunca se rodó. Lo que se proyecta no tiene orden ni concierto; es una sucesión de tomas aleatorias, tópicas, repetitivas y carentes de carácter, como la pesadilla de un individuo ahíto y exhausto, pero el espectador sigue atento a los fugaces detalles de lo que está viendo en busca de una prueba de que ha sobrevivido y durante una milésima de segundo cree ver a su prima Mari Carmen entre la multitud danzante. ¿Qué habrá sido de Mari Carmen?
Todo documento, sin embargo, tiene algo de valor histórico y este no es una excepción. La historia es una reconstrucción del pasado en busca de la lógica de un relato que los hechos no tuvieron cuando eran presente. Las imágenes fueron tomadas en el despegue de una época que luego se llamó el desarrollismo y en ellas conviven los uniformes falangistas de los concejales en la procesión del santo y unos tipos ataviados con trajes japoneses, escoceses u holandeses, que participan en una exhibición internacional de danzas. Era el momento en que el país se sacudía la autarquía de la camisa azul e intentaba una apertura al mundo, tentativa, cautelosa, impostada, que tenía su primera expresión en el folclore. Ernest Hemingway aparece en dos momentos fugaces, sentado en primera fila de barrera en la corrida de toros. En la segunda saluda a la cámara, que no se detiene ni le presta especial atención, como si fuera un desconocido, y quizá lo fuera para el cineasta y desde luego lo era para la multitud que ocupa los tendidos y las calles, bailona y monótona, negando así la supuesta influencia del escritor en la fiesta, que le atribuye la leyenda.
Cuando regresa la luz a la sala, el semblante de los espectadores es más grave que antes de la proyección, si cabe. Al viejo le asalta una evidencia: todos los figurantes de la película, excepto, acaso, unos pocos niños que corretean alrededor de los gigantes y cabezudos, han muerto. Quizá alguno de los viejos que se levanta de la butaca pesadamente sea uno de aquellos niños que han aparecido en la pantalla. El cineasta Billy Wilder escrutaba las caras de los figurantes de La lista de Schindler para reconocer a sus primas y tías aniquiladas en el Holocausto. Sombras y fantasmas, que solo habitan en la desdibujada memoria.