Veinticuatro horas antes de la sesión constitutiva del parlamento, el acto inaugural de la legislatura, don Sánchez se reúne con los suyos, diputados y senadores, y les anuncia la victoria con un optimismo sereno y calmo, como si el éxito fuera un factor natural que le acompaña siempre. Al mismo tiempo, los medios digitales y las teles aparecían nublados por especulaciones sobre el resultado de las votaciones para formar la mesa del congreso. El nublo venía de Cataluña y, como los grandes desastres meteorológicos, tenía nombre propio: don Puigdemont. El día siguiente amaneció límpido y despejado y, como había anunciado don Sánchez, el timón del parlamento era suyo y ni rastro de tormenta en el horizonte. La única ola perceptible había volteado la embarcación del adversario y la victoria de don Sánchez era doble, no solo había ganado la regata, también había desfondado a don Feijóo, el hombre llamado a perder todos los lances. La canallesca descontenta volvió a la carga de inmediato con especulaciones sombrías sobre el futuro resultado de la investidura de don Sánchez como presidente del gobierno y, una vez más, convocaban el fantasma de don Puigdemont, el gran entretenimiento mediático de este abrasador agosto.
Don Sánchez, como todos los buenos políticos, sabe que el poder y las palabras que lo adoban son cosas distintas. El poder es un hecho derivado de la fuerza en una circunstancia dada; las palabras son flatus vocis, y significan lo que cada uno quiera entender. Don Puigdemont no tiene poder y habita en el espejismo de una circunstancia pasajera que le ha convertido en la llave para una investidura indolora del futuro gobierno español, al que detesta de oficio. Posee la bala de plata con la que muy bien podría pegarse un tiro en el pie, así que previsiblemente le dará un mejor uso y apoyará a don Sánchez. Ahora está en el lado de los buenos, amnistía mediante, y toca explicarlo a su clientela.
Don Puigdemont ha adoptado el papel de afrentado por el poder español, del que dice no fiarse en la misma medida que los demás tampoco se fían de él. Tiene el síndrome del héroe partisano que busca una rendición con honores y ha exigido hechos comprobables para reingresar en la normalidad del estado. Al pedir hechos con palabras incurre en la primera confusión de procedimiento. Los hechos pueden materializarse o no, según un cálculo de probabilidades que dictan las circunstancias del poder, pero las palabras se deslizan de un significado a otro con extraordinaria ligereza. Primer ejemplo al canto, don Puigdemont califica de hecho su petición de que el catalán sea lengua oficial en la unioneuropea y de uso en el parlamento español. De inmediato, el gobierno se ha apresurado a aceptar ambas demandas.
A tal fin, el ministro del ramo ha enviado a Bruselas, donde quiera que esté, una carta con la primera demanda. Veamos. En las instituciones europeas se usan 24 lenguas oficiales, que son las de los estados miembros y hay una llamada carta de lenguas minoritarias o regionales, que otorga a estas derechos en su ámbito lingüístico similares a los que ya tienen garantizados en España por sus estatutos de autonomía. Esta carta europea carece de fuerza legal porque no ha sido firmada por algunos estados miembros, Francia e Italia, singularmente, países sembrados de lenguas regionales en los que la república única e indivisible está basada en la unidad lingüística, lo que, a los efectos que interesan a don Puigdemont, significa que los catalanes del Rosellón ni siquiera están incluidos en esta carta de derechos. Este es el primer hecho comprobable.
La demanda de que el catalán y las demás lenguas oficiales de España sean de uso en el parlamento nacional es no solo más fácil de atender sino que constituye un apoyo explícito al gobierno de don Sánchez, que ha dejado en el armario el componente jacobino después de asistir a los desmanes de las hordas voxianas en las comunidades bilingües. La paradoja será que en Madrid se oirá en catalán lo que valencianos y baleares han de oír en castellano, lo quieran o no. Algún comentarista ha adelantado que la implantación del polilingüismo en el parlamento monolingüe constituye un desafío logístico. De eso nada, se lo dice un vecino de la remota provincia subpirenaica, donde somos cuatro gatos y tenemos el tinglado instalado desde hace décadas. Básicamente, consiste en una cabina insonorizada, un cableado de audio con terminales en escaños y tribuna y la contratación de un cuerpo de traductores-intérpretes, que ya les adelanto que trabajarán poco. La razón es que el lenguaje es para entenderse y en el parlamento hay que hilar fino con las palabras para apresar los hechos comprobables, y muy a menudo los diputados no pueden expresarse en la lengua que defienden; después de todo, no son Josep Pla, Rosalía de Castro o Bernardo Atxaga. Y la prueba empírica es que don Aitor Esteban, quizá el mejor parlamentario de la Carrera de San Jerónimo, se expresa en un castellano que parece de Salamanca. Eso también es un hecho comprobable.