El anhelo último de los ricos es escapar del basurero del que han extraído las riquezas para vivir en un lugar virgen, limpio y dichoso. Es una pulsión inherente a la acumulación de riqueza que se manifiesta en diversos grados pero todos en el mismo sentido, desde el chaletito en una urbanización cerrada con piscina y césped privados hasta la nave espacial con la que don Elon Musk quiso levantar un dominio en Marte y terminó, ay, en un fiasco a la espera de un nuevo intento. Ser rico es correr sin descanso para alcanzar primero el paraíso y cerrar la puerta a los que vienen detrás. Ese movimiento migratorio hacia el paraíso no es solo económico sino teológico desde que los reformadores calvinistas decretaron que solo los predestinados alcanzarán el cielo y la única señal de predestinación discernible es que sus negocios terrenales van viento en popa.
Hay una paradoja en esta parábola. La peregrinación hacia la riqueza es un movimiento continuo pero, por definición, el paraíso que se espera encontrar al final de la carrera es un lugar estático, y ahí empieza la infelicidad de nuevo: invasión de migrantes sobrevenidos que se mezclan con los pioneros originarios; declive de los establecimientos, ya sean materiales o institucionales; desgaste de las leyes y las costumbres que rigen el lugar; necesidad de aprovisionamientos del exterior, etcétera. Cualquier chiquilicuatre de clase media aspiracional que haya adquirido una vivienda en una finca urbana conoce estas pejigueras porque las experimenta en cada reunión de la comunidad de vecinos. El deseo inmediato es escapar de allí; a Marte, si es preciso. Las comunidades de vecinos son la prueba empírica de la imposibilidad de un socialismo democrático y su fracaso otorga credencial a experimentos elitistas como el mencionado de Elon Musk.
Viene a cuento esta perorata porque una coalición financiera de ricachos asociados a la industria de altas tecnologías ha emprendido la compra de terrenos para levantar en California una ciudad sostenible. Por ahora, chequera en mano, han conseguido el dominio de un territorio de uso rural cuya extensión dobla a la del municipio de Barcelona, otra ciudad que suspira por la sostenibilidad amenazada por la marabunta turística. La clave de todos estos emprendimientos está en las palabras sostenible y sostenibilidad, un término muy concreto que en esencia se refiere a la capacidad de un organismo para conservarse y desarrollarse por sí mismo en un entorno delimitado. Pero ¿existen esos organismos autónomos y ensimismados? La sostenibilidad, tal como se entiende comúnmente, se refiere a energías limpias, reciclaje de residuos, aguas y aires depurados, servicios robotizados, alimentos frescos y bajos en grasas, y una cierta sosería antropológica cuando se han conseguido estos objetivos, La imagen periodística que acompaña a la noticia de esta futura ciudad sostenible es ya un desmentido al proyecto. En ella se ve una frágil construcción rural de madera, quizá un establo o un depósito de aperos, situada a pocos metros de un molino eólico imponente, amenazador como lo viera Don Quijote, cuyo incesante rumor para convertir el aire en energía podría volver loco al más templado de los ermitaños. La imagen enfrenta dos iconos del paraíso sostenible: la cabaña rústica que nos aleja de la ciudad contaminada y el artefacto que nos proporciona energía renovable. Cada uno de estos iconos tienen mucha lírica por separado pero juntos componen la imagen misma del infierno.
Va a resultar que los mahometanos lo tienen mejor pensado. Frente a la línea de conducta moral de los cristianos, que lleva al cielo a través de la acumulación de riquezas, los árabes del petróleo hacen una clara distinción entre el paraíso celestial y su réplica terrenal. El primero está abierto a todos los que cumplan algunos preceptos sencillos porque dios, al contrario que el dinero, es misericordioso y clemente. Pero el paraíso terrenal es una ciudad levantada sobre la arena en la que todo es artificial y lindante con la impostura, como es en general la vida humana en la tierra. En esta ciudad para muy ricos, que nadie se plantea si es o no sostenible, puedes encontrar todos los dones de la civilización y la compañía de sus estrellas más rutilantes: reyes eméritos y defraudadores fiscales, futbolistas de relumbrón, traficantes de armas, modelos despampanantes bajo ropajes fantasmales, licores prohibidos en los minibares de hotel, manjares frescos de huertas inexistentes, pingüinos y gladiolos en la misma burbuja de aire acondicionado, el paraíso, en resumen, tal como podemos imaginarlo, separado además de la realidad por miles de hectáreas de desierto y nidos de ametralladora desde los que disparan contra los migrantes obstinados. Esta distinción entre el paraíso celestial y el terrenal implica, claro, desdeñar la noción occidental de progreso, Pero ¿a quién le importa? El progreso, otro término talismán, es una barriada de viviendas de protección oficial donde se trafica con droga al menudeo.