Después de que los indios comanches invadieran su rancho y mataran a su familia, Ethan Edwards y su amigo Martin, un indio cherokee, parten en busca de su sobrina secuestrada por los invasores. (Repuesta de algoritmo a la consulta por palabras ‘The Searchers argumento’).
Los comanches son inconstantes, tanto cuando atacan como cuando se retiran, explica Ethan Edwards (John Wayne) a su novato compañero Martin (Jeffrey Hunter) para justificar la tenaz, insomne persecución a la partida del criminal Cicatriz (Harry Brandon), que ha raptado a su sobrina, la pequeña Debbie Edwards (Natalie Wood). En esta búsqueda, que puede verse como una metáfora de la conquista del Oeste y de los albores del imperio estadounidense, los dos protagonistas a caballo atraviesan innumerables avatares en los que la constante es un continuo menosprecio a los que el actual lenguaje políticamente correcto llama nativos americanos, y a los que en cierto momento se querría exterminar, cuando Ethan dispara frenéticamente contra un rebaño de búfalos para privarles del sustento que les alimenta.
Ethan Edwards no quiere recuperar a su sobrina, a la que da por perdida como una comanche más, ni siquiera castigar a quien la ha secuestrado, eso son pretextos de la razón, lo que íntimamente persigue es borrar del mapa a los indígenas (los invasores, como los llama internet), que ya habitaban el país del que se han apropiado Ethan y su gente. La inconstancia que este les atribuye no es sino su forma nómada de vida en praderas sin límites y sin más tribulaciones que los reveses de la naturaleza y las rencillas con otras tribus y familias, resueltas con arcos y flechas. La inconstancia define la realidad del enemigo como algo volátil, como el humo o el viento, solo fastidiosos cuando nos zarandean en la calle o entran por la ventana de casa. La creencia que mueve la acción de Ethan Edwards es análoga a la del sionista israelí respecto a la irritante presencia de los palestinos en la tierra que han conquistado: nunca ha habido un pueblo palestino, esta tierra nunca les ha pertenecido, nunca han tenido historia, ni moneda, ni estado, nunca han tenido derechos sobre este país. Es verdad, nunca ha habido un pueblo y una historia, y menos un estado: solo apaches, cheyennes, comanches, sioux, etcétera, que malamente llegaron a unirse para derrotar al general Custer en Little Big Horn. Una victoria pírrica, que se dice.
La película tiene un final razonablemente feliz, como suelen terminar también las historias reales que han estado marcadas por el sufrimiento, porque a ningún espectador le gusta volver a casa amargado después de haber pagado la entrada. Cicatriz y sus malvados comanches son liquidados, la pequeña Debbie rescatada y Ethan condenado a volver al desierto para purgar la hybris que le ha poseído, como los penitentes de la antigüedad. Una escena grandiosa e inolvidable.
Veámoslo de ese modo, No hay por qué creer que el conflicto palestino-israelí, que nos tiene sumidos en la zozobra, no vaya a ser una película de Hollywood, quien sabe si una secuela de The Searchers. Todo está dispuesto para la producción. Hay reservas indias (Gaza), diferentes tribus enemigas (suníes, chiíes, laicos, gazatíes, jerosolimitanos, cisjordanos), partidas levantiscas que reciben armas de blancos renegados (iraníes, rusos), comanches asesinos (hamas, yihad), territorios de colonización donde menudean los enfrentamientos pero van ganando los buenos (Cisjordania) y, por último pero no en último lugar, un invencible ejército de caballería que simplemente ha sustituido los caballos por los aterradores tanques merkava. Los inmigrantes judíos crearon Hollywood y las primeras cabalgadas de vaqueros contra indios que se vieron en la pantalla al inicio del siglo pasado eran una traslación onírica de los pogromos que sufrieron aquellos emprendedores de la nueva industria cinematográfica en las planicies de Polonia, Ucrania y Rusia. Huidos de la espantosa Europa, los judíos habían llegado como los cristianos al país de las libertades civiles, donde el mercado era la regla de las relaciones humanas.
Ahora estaban en el bando de los perseguidores, así que las pelis del oeste eran una manera de satisfacer los gustos de un entorno social que secretamente les seguía siendo hostil. Nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo, ironizaba Groucho Marx. Esta situación empezó a cambiar después de la segunda guerra mundial, con el auge del sionismo y la nueva frontera de Palestina, adoptada por el gobierno de Washington para las necesidades de la guerra fría, que, por lo que hemos descubierto en Ucrania, aún continúa. El guion de la historia aún habría de registrar otro giro sorprendente en las últimas décadas: la concurrencia de los fundamentalismos bíblicos del viejo y el nuevo testamento, históricamente incompatibles y enfrentados, contra el fundamentalismo coránico. En esas estamos.
The Searchers, aquí titulada Centauros del desierto (John Ford, 1956), es un clásico y una de las mejoras películas de la historia del cine. El viejo añora la sala oscura y la pantalla luminosa donde la historia es indolora y el espectador inocente, pero algo está fallando: los sueños se infiltran en la realidad. Freddy Krueger duerme en nuestra cama.