En Oriente Medio y en muchas partes del mundo, hay una verdad simple: no hay lugar para los débiles. Los débiles quedan hechos pedazos y son masacrados y borrados de la historia, mientras los fuertes, para bien o para mal, sobreviven (Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel).
Se lee en el libro del Éxodo (12, 19 y sgtes.): el ángel exterminador mató a los hijos primogénitos de los egipcios (los ángeles también practican el terrorismo) y el faraón se rindió a la voluntad de dios y dejó salir al pueblo de Israel al que tenía cautivo; al poco, el faraón se lamentó de su decisión y emprendió la persecución de los huidos y, al llegar al mar Rojo, dios abrió las aguas para que pasaran los israelitas y las cerró sobre sus perseguidores acabando con el ejército egipcio. La leyenda, como es sabido, no termina en este capítulo feliz. Después de salir del fondo del mar con la ropa seca, el pueblo de Israel vagó cuarenta años por el desierto de Sinaí a la sopa boba, alimentándose con una dieta de mantenimiento que caía del cielo, hasta que llegaron a la tierra prometida de la leche y la miel, que les había sido otorgada por dios, donde no obstante tuvieron que pelear con los pueblos asentados en ella -madianitas, amorreos, cananeos, etcétera- para expulsarlos del predio mediante una amena sucesión de matanzas en las que dios participaba directamente tirando piedras a los malos desde el cielo (libro de Josué, 10, 11) y los buenos ganaban siempre a pesar de algunos reveses circunstanciales.
Los arqueólogos judíos Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman cotejaron estos relatos bíblicos con los registros arqueológicos de la zona donde, supuestamente, había ocurrido lo que cuenta la Biblia y llegaron a la conclusión de que nunca hubo un éxodo de Egipto y los judíos nunca estuvieron esclavizados por el faraón, y la misma refutación hacen de otros episodios que ahora se enseñan en las escuelas sionistas para enardecer el espíritu nacionalista de los jóvenes israelíes. El historiador Shlomo Sand, también judío, va más lejos y afirma con datos que no han sido refutados, que no hubo la famosa diáspora cuando los romanos destruyeron el templo y los actuales habitantes del estado de Israel, venidos de todas las partes del mundo, no se pueden considerar herederos étnicos de los israelitas bíblicos. El actual estado de Israel carece de constitución política -el armazón jurídico del estado lo forman una sucesión de leyes fundamentales, promulgadas al albur de las necesidades históricas, como ocurría en el régimen franquista, otro que también se impuso por la fuerza-, de modo que los sionistas encuentran la razón ontológica de su existencia en la Torah (o Pentateuco bíblico, en la jerga cristiana), del mismo modo que los españolitos de la época se empapaban en el catecismo católico para redimirse de la matanza que habían perpetrado.
Cuesta creer que los israelíes que forman el actual gobierno teocrático y brutal de Benjamín Netanyahu pertenezcan al mismo colectivo humano –disculpen la licencia- que Sigmund Freud, Karl Marx y Albert Einstein, aunque debe añadirse que este tránsito disruptivo del judaísmo ilustrado al moiseismo sionista es responsabilidad de los cristianos europeos, cuyo tenaz antijudaísmo de raíz religiosa encontró la estación término en Auschwitz. Naturalmente, los cristianos no se sentían concernidos por lo que hacían los nazis con proverbial empeño y eficacia, pero tampoco podían levantar la voz sin contradecirse a sí mismos. La vergüenza que el Holocausto (palabra empleada rutinariamente y en minúsculas en las páginas de la Biblia) arrojó sobre Europa rige la política exterior de la Unión Europea en Oriente Medio; no de otro modo se explica la penitencial andadura de frau von der Leyen en este último episodio de la guerra insomne de israelíes y palestinos.
Los europeos ondean la bandera del titubeante derecho internacional humanitario en la tierra del iracundo y vengativo dios del Sinaí y de su primo carnal el dios de La Meca. Pero, ¿dónde están los sujetos de ese derecho humanitario? Europa, sin capacidad diplomática ni militar sobre el terreno, se comporta como una oenegé. Mientras don Sánchez desgranaba ayer los piadosos acuerdos del llamado consejoeuropeo y postulaba la solución de dos estados, como si fuera una novedad cuando hace décadas que está descartada, un bombazo liquidaba a varios centenares de personas (nunca sabremos cuántos) en un hospital de Gaza de titularidad cristiana, que llevaba operativo desde hace ciento cincuenta años y que en el momento del ataque acogía a varios miles de refugiados palestinos. La lógica bélica indica que el responsable de la matanza es tal pero tal dice que ha sido cual y el presidente míster Biden acepta lo que le dice tal y condena a la extinción a cual. En la tierra donde dios participa en las guerras tirando piedras al enemigo desde su trono en lo alto la sangre forma parte del paisaje, y lo más sensato es estar del lado de dios, que es el nuestro; eso sí, con el código de derecho internacional humanitario por delante.