La pesadilla del habitante de este siglo XXI es la del astronauta David Bowman al que la megacomputadora Hal, que dirige la nave, quiere expulsar al espacio exterior porque sus cálculos le dicen que el astronauta se está desviando del programa de la misión. Hal ya ha conseguido dar muerte al otro astronauta de la tripulación y el superviviente ha de emplearse a fondo para sortear el control que Hal tiene sobre la nave y desactivarlo. Esta historieta, ya lo habrán advertido, forma parte de lo que se cuenta en la maravillosa peli de Stanley Kubrick, 2001 Una odisea en el espacio. Hal se apaga entre gemidos mientras Bowman desmonta una a una sus unidades de memoria, hasta dejarlo inerte. Es, o eso parece, una victoria humana sobre la máquina pero la película no nos cuenta cómo reanudará el viaje el astronauta porque los episodios que vienen a continuación son una fantasía onírica, que nada tiene que ver con la lógica de lo acaecido. Así que la problemática relación del ser humano con los artefactos que él mismo inventa y desarrolla queda en suspenso, sin respuesta.
El síndrome de David Bowman -el tipo expulsado del mundo por obra de una máquina que él mismo ha inventado- podría ser el que viene provocando en estos tiempos la llamada inteligencia artificial, una suerte de sopa proteica en la que se está formando el enemigo de la especie humana, justamente con los nutrientes que le entregamos los humanos como quien echa cacahuetes a la jaula del gorila en el zoo. Este viejo no comparte la aparente alarma, o inquietud, al menos, que acompaña a las disquisiciones más usuales sobre la inteligencia artificial, por dos razones. La primera, porque cree que hemos convivido con ella desde Arquímedes, cuando se inventaron artefactos articulados en los que la acción sobre un resorte provocaba a través de una serie de brazos engranados y articulados un determinado efecto cuya potencia era muy superior a la mínima fuerza ejercida para activarla: la catapulta y la ballesta son ejemplos de esta inteligencia mecánica primitiva.
La segunda objeción es que los productos que conocemos de la inteligencia artificial disponible, a nivel usuario, como suele decirse, son asombrosamente rudimentarios. El gorila no consigue hablar con elocuencia por más cacahuetes que le echemos, aunque hemos de admitir que se hace entender en un nivel conversacional suficientemente bajo. En un encuentro habido en la biblioteca central de esta remota provincia subpirenaica, la ponente presentó un experimento por el que se pretendía adiestrar al modelo de inteligencia artificial sobre las posibles connotaciones que pueden extraerse del consumo de una croqueta y a tal fin se invitó al artefacto a relacionar la ingesta de este apetitoso bocado (siempre virtual, ya se entiende, la ia carece de papilas gustativas y de aparato digestivo) con sensaciones asociadas, entre ellas el miedo; la ia respondió con diligencia relacionando esta sensación con una calabaza. Era fácil entender la ruta semántica que había seguido la ia para dar esta respuesta: miedo, jalouín, calabaza. Las autoras del experimento, una de las cuales es una acreditada chef de cocina, decidieron aceptar la sugerencia y prepararon una croqueta de calabaza y la presentaron a un concurso gastronómico donde quedó finalista. En resumen, que hicieron con la ia lo que cualquier estudiante de secundaria hace con la wiki: beneficiarse de la información que aporta para cumplimentar la tarea encomendada para hacer en casa. El experimento demostró la superioridad humana en cálculo, inventiva y malicia para beneficiarse de lo producido por la máquina. La idea de desactivar la computadora, como hizo Bowman, es precipitada y errónea.
Pero ¿qué ocurre cuando es la computadora la que decide morirse sin que nadie le haya incitado a ello y cierta mañana responde al mando de arranque con lucecitas titilantes, zumbidos inauditos, un ronquido prologado y, ah, la pantalla en negro, como le ocurrió a este viejo días atrás? Si el astronauta Bowman se sentía como en casa envuelto en la oscuridad vacía del cosmos, al viejo le asaltó una orfandad sin límites con los pies aún calzados en las pantuflas. El pánico y el desasosiego se disputaron su ánimo. Contemplaba la pantalla negra como el hombre de las cavernas mira el rostro inerte del ídolo de piedra en el que ha puesto sus esperanzas. Llamadas de teléfono en busca de un técnico, como quien reclama un hechicero. Uno, por fin, viene casa y diagnostica que hay que cambiar el monitor; también estaría bien un nuevo (aquí una palabra ininteligible). El viejo, inerme, asiente a todo.
El técnico se lleva los aparatos fallidos. Durante tres, cuatro días, el altar donde el viejo adora a internet queda vacío. La ventana al mundo, el consultor del conocimiento, el proveedor de distracción, el guardián de las manías y rutinas, ha desaparecido en manos extrañas. La cabeza del viejo no descansa, las horas diurnas se hacen eternas ¿y si en el arreglo se pierden contenidos que duermen el sueño de los justos? Un ordenador es como un cementerio; nadie se acuerda de los muertos pero a nadie le gusta que un terremoto exhume los enterramientos. Vuelve el técnico con el nuevo material. Sonriente, dicharachero, didáctico, encantado de saberse el remedio para la ansiedad del viejo, a la que viene a poner fin. La nueva pantalla tiene cuatro o cinco pulgadas más, y es más rutilante; el motor de arranque no se demora, el procesador es más rápido y no se ha perdido ni una coma del contenido en el trance. Misión cumplida, cobra y se va.
Ante el prodigio, el viejo se descubre a sí mismo como prosélito de esta religión y pide a quien corresponda que, cuando toque, los algoritmos le acompañen al más allá y que el paraíso sea ese mundo revuelto, manipulado, amoral, esmaltado de trampantojos, falsas noticias e incitaciones al consumo que cabrillea en la pantalla. En ese momento, zas, la pantalla queda en negro. El viejo, despavorido, llama al técnico, que le responde con risueña paciencia. D’ont worry, se apaga cuando lleva tiempo encendida, es una cosa de la unioneuropea para ahorrar energía, el tuyo no la tenía porque era muy antiguo; dale a botonico que está en la parte de abajo de la pantalla. El viejo obedece y la luz se hace y una temblorosa, incierta felicidad se apodera del mundo.