En la asignatura de moral católica que impartía don Jovino a una tropilla de entre los quince o dieciséis años en la escuela de comercio de la remota provincia, el capítulo dedicado al sexto mandamiento no entraba en el examen, no era necesario explicarlo ni estudiarlo, simplemente era una caverna oscura en la formación moral de aquella juventud. Don Jovino era un cura típico de la época, cabezón y orondo, papada derramada sobre el alzacuellos y sotana abotonada de la cabeza a los pies como una gigantesca bragueta de antes de las cremalleras. Los millenials pueden hacerse una idea de su apostura pensando en Jabba el Hutt, el malo de Star Wars que tenía a la núbil princesa Leia encadenada a sus pies. El preste pensaba, no sin razón, que la exploración del sexto mandamiento de la ley de dios era más ocasión de licencia y excitación que de penitencia. En efecto, los jóvenos y las jóvenas que formaban el alumnado no podían evitar echar un vistazo a aquellas páginas más obviadas que prohibidas, y el resultado era sorprendente. A este escribidor, as a young man entonces, le llamó la atención una errata de imprenta, no infrecuente en aquellos descuidados manuales, alojada en el listado de pecados de la entrepierna, donde debía decir estupro decía estupor. Y esa fue la educación sexual que recibieron los españoles desde el final de la guerra civil hasta la llegada de las mamachichos a la televisión.
El defensordelpueblo ha cifrado en cuatrocientas cuarenta mil las víctimas de esta errata histórica: abusos perpetrados por religiosos sobre niños y niñas a su cargo durante ochenta años. La cifra ha salido, como no podía ser de otra manera, de la extrapolación estadística de un sondeo demoscópico, lo que no quiere decir que sea improbable. También es contundente y refleja un estado de la cuestión cuyo conocimiento está al alcance de la mayoría de la población, habida cuenta que la naturaleza del delito resulta inconfesable por razones obvias, aunque opuestas, para abusados y abusadores. Para las víctimas, los testimonios hechos públicos han significado un sufrimiento añadido, y a menudo de nuevo incomprendido. Para los agresores, aparte de los poquísimos que han tenido sanción penal, la reparación del crimen se ha disuelto en palabras. La colaboración de la iglesia católica española para dar luz a este asunto ha sido entre mediocre y nula, cuando no directamente obstructiva. Negar la magnitud de la cifra, que ha sido la primera reacción episcopal, significa confesar que ellos tienen la correcta, aunque la ocultan.
La acelerada laicización de la sociedad española y la nula educación eclesial de las generaciones más jóvenes impiden a la opinión pública entrar en la mentalidad de la clerecía y en el por qué de su comportamiento. En el mejor de los casos, los comentarios que se leen y se escuchan son de lamento por una actitud, la de los curas, que los laicos deploran y condenan, pero no entienden. Hay tres circunstancias que el pensamiento cívico y republicano necesita entender para hacerse una idea de la atmósfera moral en la que viven los curas.
La primera es que se condenan voluntariamente al celibato, una de las torturas físicas y emocionales más insidiosas que puedan imaginarse porque acompaña al sujeto a todas partes y durante todo el tiempo mientras está inmerso en el mundo. A este torturante acecho responden con el silencio, como hizo don Jovino, o con una profusa doctrina centrada monotemáticamente en los hábitos sexuales y de economía reproductiva de la sociedad, como es uso entre los obispos. Ambos comportamientos son efecto de una comezón que no les abandona. Eso hace que los abusos de los clérigos sean una evidencia de muy difícil manejo discursivo en el seno de la iglesia, o, para decirlo en claro, una verdad que les resulta imposible mirar de frente.
La segunda observación pertinente al caso radica en que la iglesia se considera una sociedad perfecta, cuya legitimidad emana de dios, y se rige por su propio derecho canónico donde no existe la noción de delito sino de pecado, y este es juzgado y perdonado por la propia iglesia (Lucas, 17, 1-6), que jamás entrega a los suyos al brazo secular. El pecado no es delito pero puede ser motivo de escándalo (Marcos, 9-42) y esas son palabras mayores por el daño reputacional, para decirlo en la jerga de escuela de negocios, que afectaría a los intereses pastorales y económicos de la corporación. A este razonamiento responde la práctica, que tanto sorprende a los laicos, de trasladar de lugar a los abusadores, medida que no evita que sigan a lo suyo pero corta de raíz cualquier conato de escándalo localizado.
Por último, la empatía de la iglesia con las víctimas, cuya dolorosa ausencia han experimentado estas cuando denunciaban los abusos, no puede ser más que retórica. La iglesia es la institución que más tiempo (dos mil años) ha convivido con el sufrimiento humano, ya sea provocado por ella misma o por otros, en todas las figuras que admitiría el código penal, como testigo, cómplice, inductor, ejecutante y a veces también como víctima. Una religión que tiene como referente principal a un hombre machacado en una cruz no puede dedicar mucha compasión a un adolescente abusado por un cura, que tal vez también fue abusado en el seminario.
Cuatrocientas cuarenta mil víctimas es una cifra impactante pero nada es más susceptible a la erosión del tiempo que las estadísticas y pronto la cifra dejará de significar algo. Siempre queda la solución de alejarse de los curas.