El buen pueblo no se dejó ver ayer en las calles del Madrid turístico al paso de la comitiva real que llevaba a doña Leonor a su jura de la constitución. Por las imágenes que llegaron a provincias, las aceras estaban clareadas y ocupadas por gente de edad madura, bienestante y desocupada; clases pasivas que son las únicas que pueden permitirse el lujo de aplaudir a la monarquía en un día de labor. Algunos vecinos de esta área urbana se quejaban porque las medidas de seguridad les impedían transitar para hacer compras o ir al médico. Pero ya se sabe que resentidos los hay en todas partes, incluso en las circunstancias más faustas. El desfile de caballerías y trompetas fue también menguado, si se compara con la pompa que despliega la monarquía británica, que es el patrón de medida para estas ocasiones. La monarquía española es menesterosa y quien mejor ilustra este carácter es la trayectoria del abuelo de doña Leonor. Primero, se ganó a la atribulada opinión que salía de la dictadura con una campechanía típica, como si el rey fuera uno de los nuestros, y, cuando ya nos tenía ganados para la causa, se dedicó a remediar la precariedad económica de la familia y a ahorrar para cuando lleguen los malos tiempos republicanos, que, en su experiencia familiar e histórica, llegarán tarde o temprano. La operación le salió al emérito solo regular y, desde su abdicación, la corona parece caminar sobre el alambre.

Doña Leonor ha sido objeto durante varias semanas de una intensa campaña de publicidad destinada a lanzar su imagen como futura reina: ingreso en la academia militar, jura de la bandera y jura de la constitución y por ahí seguido. Obsérvese el tipismo de la democracia española en la que el jefe o la jefa del estado juran antes lealtad a la bandera en un recinto militar que a la constitución en la sede de la soberanía nacional. Dejando aparte estos tiquismiquis de profesor de derecho constitucional, la campaña de marketing real ha tenido una tonalidad moñas; de cuento de hadas en tiempos muy prosaicos. El forzado hieratismo de la heredera en los sucesivos posados podría interpretarse como un signo de desconfianza hacia el circo que le rodea. Podéis confíar en mí, rogó al abigarrado público invitado al acto. A ver, qué remedio.

La frialdad de la calle se vio generosamente compensada en la sede del parlamento, donde no cabía un alfiler en el hemiciclo, sin otras ausencias que los cuatro gatos periféricos de la cáscara amarga. La respuesta de la clase política a las palabras de la juramentada fue una ovación de cuatro minutos, claramente desproporcionada al esfuerzo de doña Leonor para llegar al sitial desde donde asistía a su homenaje porque ni había cantado un aria como Monstserrat Caballé ni había metido un gol como Aitana Bonmatí. En esta circunstancia, los aplausos son agónicos; ningún aplaudidor quiere ser el primero en dejar de batir palmas porque instintivamente comprende que le va la vida en mantenerse en la pauta del grupo.

Los discursos de la ocasión estuvieron trufados de loas al consenso y a la constitución del 78, en la destacada presencia de los dos redactores de aquel texto que aún viven; por cierto, uno de ellos nacionalista catalán y el otro, un jurista que defendió en el pasado posiciones próximas al partido  nacionalista vasco. Apagada la ovación y terminada la liturgia, los representantes de la soberanía popular, momentáneamente militarizados ante la presencia del rey, rompieron filas y como críos en el patio del colegio volvieron a la greña. En esta ocasión, a cuenta de una imagen del pacto de sanchistas y puigdemontistas para la investidura del felón don Sánchez. Los mismos que acababan de aplaudir las zalemas a la constitución adoptaban el modo tigre de Bengala para referirse a un acto de plena normalidad constitucional como es la búsqueda de apoyos parlamentarios para formar gobierno.

En esta zarabanda de fin de fiesta se interpretaba mejor el sentido de la ovación de unos minutos antes: la coalición reaccionaria aplaudía a la corona para apoderarse de ella y los del pesoe aplaudían para hacer ver a la heredera que se necesitan mutuamente. No es seguro que doña Leonor entendiera el mensaje porque es muy joven pero seguramente se lo explicará su padre porque tanto él como el abuelo deben el trono a la aquiescencia de un partido que no pierde ocasión de proclamarse republicano y, al mismo tiempo, defensor del pacto constitucional monárquico. Mientras dure esta contradicción, que hoy encarna el felón don Sánchez, doña Leonor tendrá alguna oportunidad de ser reina de España.        

El día fue muy largo, como lo son todos los días históricos, y terminó con una cena familiar donde sin duda los asistentes, abuelos eméritos incluidos, pudieron ponerse cómodos para hablar de sus cosas. Tanta trompetería, discursos, aplausos y solemnidades diversas, no les hizo olvidar que la monarquía es en primer término un negocio familiar en el que las relaciones entre los miembros de la familia y sus intereses personales deben ser gestionados de acuerdo al principio de la sostenibilidad de la empresa, a la que dios guarde muchos años.