La famosa frase atribuida a Churchill se refiere a los pilotos británicos de las escuadrillas de caza que frenaron en el aire la Operación León Marino diseñada por la Luftwaffe alemana para invadir Inglaterra en 1940. Sin cambiar una tilde, la sentencia sería aplicable hoy a los indepes catalanes, si bien el sentimiento de gratitud que destila la afirmación churchilliana sería entre nosotros de fastidio cuando no de ira. Los indepes tienen la virtud de tocar las narices al resto del país tanto si sus facciones operan juntas como separadas. Si van juntas crean un trampantojo de amenaza que arma a la extrema derecha; si separadas, compiten entre sí y transmiten a la misma extrema derecha el mensaje de que ha llegado el momento de dar el golpe final. En esas estamos.
La cosa no tiene remedio porque los nacionalistas, a los que llamaremos periféricos para agradar a doña Ayuso et alii, tienen dos taras de fábrica que son irresolubles. La primera es que sufren un daltonismo que les impide discernir entre derecha e izquierda, ya sea en su propio campo o en el del adversario, el estado, como dicen ellos. No solo don Sánchez y don Feijóo son indistinguibles a su mirada, sino que se comportan como si creyeran que don Puigdemont y don Junqueras defienden los mismos intereses porque la ensoñación nacionalista deroga la distinción de clases.
El segundo rasgo de estos infatigables tocanarices es que carecen de fuerza política para llevar a cabo su programa máximo, como se comprueba en cada ocasión en que lo intentan, pero esta fuerza es suficiente para que el resto del país, del que lo quieran o no forman parte, tenga que estar pendiente de ellos, tanto en su fase maníaca, durante el prusés, como en la depresiva, después de los resultados electorales de julio. El estado caverna no puede ni acogerlos junto al fuego del hogar ni expulsarlos al vacío exterior, pero ellos mismos no saben dónde quieren estar, si beneficiándose de los nutrientes de la caverna (rodalies, condonación de la deuda y todo eso) o predicando libres y soberanos por los salones de la ancha Europa. Es posible, como induce a creer el proverbial optimismo sanchista, que se firme por fin el pacto de investidura, pero falta evaluar el desgaste, desánimo y desconfianza que ha generado entre los seguidores de los plurales firmantes. La negociación ha sido, todavía es, tan larga, opaca, azarosa y anecdótica, que deja un sentimiento de fatiga e incredulidad en las filas así llamadas progresistas mientras la coalición reaccionaria medra y acumula fuerzas con la incorporación de brigadas togadas, que se suman a las ya movilizadas, políticas, policiales, mediáticas, episcopales y de barra de bar. ¿Y si tras el fulgor de la victoria hubiera una derrota de fondo? Es lo que espera la coalición reaccionaria.
Todos los nacionalismos tienen su origen discursivo en una leyenda; en este caso, sin embargo, es un chiste. El autor fue don Gabriel Rufián, que en plena fervorina de la nonata república catalana, octubre de 2017, no tuvo mejor idea que provocar al president don Puigdemont acusándole de cobarde con un juego de palabras espolvoreado en tuiter –155 monedas de oro-, que aludía a la intención del gobierno de don Rajoy de aplicar el ahora famoso artículo 115 de la constitución si se producía la declaración de independencia. Don Rufián es un caso asombroso de transculturación: tiene la apostura de un torero, un apellido cervantino y gusta del navajeo dialéctico en el que maneja un castellano claro, certero y acerado, pero es independentista catalán y, de alguna extraña manera, la cabeza visible del lío en el que está el independentismo y todos nosotros con él. Para que se hagan una idea de la afrenta que perpetró aquel día: un charnego del mestizo cinturón industrial de Barcelona se atrevía a cuestionar a los cuatro vientos el patriotismo de un caudillo carlista de la Cataluña profunda, donde se elaboran los primorosos embutidos y la confitería que han dado fama al país. Lo que ocurrió después de aquel chiste tuitero es sabido: la república se extinguió como la llama de una cerilla; el president afrentado salió del país en el maletero de un coche, como en las novelas románticas, y la gente del partido de don Rufián terminó en el trullo mientras él mismo seguía exhibiendo palmito en la plaza pública. Ahora, los rufianes y los de apellido acabado en doble ele están a la greña mientras los demás esperamos y la coalición reaccionaria se prepara para el asalto al poder. En efecto, nunca tantos debieron tanto a tan pocos.