Un gag repetido en el cine de Luis Buñuel muestra a un personaje que porta una cajita cuyo contenido enseña con cautela a otro personaje al que la visión le provoca una mezcla de curiosidad morbosa, vívida repulsión y maliciosa complicidad. El espectador en su butaca no sabrá nunca qué contiene la cajita, y ahí radica el misterio y el poder del personaje que la lleva consigo y la manipula a su conveniencia.
Esta imagen le ha venido a mientes al viejo al leer que a don Pedro Sánchez y al belga don Alexander de Cro, representantes de la unioneuropea de visita en Israel, les ha sido mostrado por el primer ministro Benjamin Netanyahu un vídeo con escenas de extrema violencia grabadas durante el ataque de hamás contra la población israelí el pasado 7 de octubre. No hay razones para dudar, porque no hay fuentes alternativas a la oficial ni comprobaciones independientes, de que los palestinos dieron muerte a mil doscientos israelíes, de los que trescientos cincuenta eran uniformados, y secuestraron además a doscientas cuarenta personas como rehenes.
En todo caso, no hay razón para dudar del dolor de las víctimas ni para negarles nuestra compasión. Las víctimas son víctimas siempre. El gobierno israelí tiene una triple razón para mantener en secreto las imágenes de la matanza: primero, por un elemental sentimiento humanitario y de respeto por el dolor de las víctimas; segundo, porque la memoria de los judíos está sembrada de víctimas que durante decenios han sido un espectáculo universal y la expresión de su propia debilidad histórica a la que el estado sionista quiso poner fin, una misión prioritaria en la que ha fallado esta vez. La tercera razón sería fruto de un cálculo táctico: las imágenes despiertan emociones imprevistas y nunca tienen un sentido unívoco ni necesariamente favorable a quien las muestra. De modo que el intento de mostrarlas selectivamente busca captar complicidades, no reforzar argumentos. El arcano conserva el poder del que porta la cajita cerrada, como sabía el viejo baturro.
Los sucesos del siete de octubre despiertan algunas perplejidades en los espectadores ajenos y lejanos: ¿cómo fue posible que en pocas horas un grupo de milicianos o terroristas con armas cortas provocara tal mortandad?, ¿por qué había tanta población desarmada y pacífica, habitantes de kibutz y asistentes a un concierto rave, en las cercanías de un lugar que es conocido como la mayor cárcel del mundo a cielo abierto y está separada por muros y vigilada por toda clase de artilugios? Preguntas que nos llevan a otra, más general: ¿Y si el gobierno israelí no está tan preocupado por las víctimas de la incursión sino por el hecho de que, durante unas horas, el enemigo recuperó terreno de Israel? Esta guerra es en primer término por la posesión de la tierra, y los palestinos, los indígenas del lugar, llevan perdiendo guerra y territorio a manos de los colonizadores desde hace setenta y cinco años.
Los palestinos no pueden permitirse el secreto. Al contrario, la adhesión exterior a su causa depende de la publicidad de su sufrimiento. Pero nadie quiere ser amigo de los vencidos en una cultura en la que el adjetivo loser, de uso común entre nuestros adolescentes, no describe tanto una circunstancia pasajera como un estado moral. Ahora mismo, los israelíes ganan por diez a uno en número de víctimas, han conseguido reducir a la mitad el espacio habitable de Gaza y no han perdido ningún aliado exterior, ni siquiera entre los gobiernos árabes. La obscenidad de esta guerra de conquista viene representada por otra caja cerrada: los túneles de hamás. Un pretexto que recuerda otro macguffin bien conocido de la historia reciente: las armas de destrucción masiva en posesión de Sadam Hussein. Todos los ejércitos cavan trincheras, túneles y escondrijos en tierra, lo que justifica el uso de bombardeos masivos para reventarlos, caiga quien caiga. Es un efecto de la guerra global contra el terrorismo, estrategia formulada por el entonces presidente George W. Bush con los resultados sabidos en Iraq y Afganistán. Quizá, si al ataque del pasado siete de octubre no le llamáramos terrorismo sino razia, una palabra árabe de guerra antigua que designa una incursión en territorio enemigo con fines destructivos y de pillaje, las consecuencias habrían sido otras. Pero ahí está otra clave del conflicto, quizá la más relevante: Israel es un estado moderno, lo que quiere decir supremacista, bien armado, pragmático e implacable, mientras los palestinos, y los árabes en general, no han salido del tribalismo y de la fe ardiente que en un remoto y legendario pasado les hizo ser grandes. El tiempo dirá por dónde discurrirán los hechos de esta guerra interminable en el que las cajas cerradas son minas explosivas.