En España, el obituario del Herr Doktor Kissinger, felizmente fallecido, si vale el oxímoron, a la edad de cien años debería empezar con la profunda inquietud que al ahora difunto le produjo en 1998 la iniciativa procesal del juez Baltasar Garzón, que llevó al arresto en Londres del dictador Augusto Pinochet y a su procesamiento por genocidio, terrorismo internacional, torturas y desaparición de personas. Fue un momento sublime de la justicia española, que luego no siempre ha sabido estar a esa altura. Pinochet se libró de la condena por decisión del gobierno británico pero el susto no se lo quitó nadie, ni a él ni a quienes habían servido de impulsores y cómplices de sus crímenes, nómina en la que el doctor Kissinger ocupaba un lugar destacado. Lo cuenta el ensayista Christopher Hitchens en su vehemente acta de acusación del occiso.
Este escribidor le tenía ganas a míster Kissinger, y ahora que ha muerto se ha quedado sin palabras para urdir una esquela acorde con sus sentimientos. Está claro que el autor de estas líneas no está dotado para el odio y, además, ¿de qué serviría? La literatura es el consuelo de los débiles, así que, para empezar con una envolvente consoladora, míster Kissinger es el Fouché del siglo XX, y como este, fue una fuerza oscura pero cierta, el superviviente de sucesivos regímenes y, durante su larguísima ejecutoria profesional, el arquitecto virtual del imperio americano. A despecho de la aridez y secretismo de su oficio y su apostura de funcionario –traje cruzado, gafas de pasta, pelo recortado y aplastado al cráneo, media sonrisa impávida- , fue también un icono pop y un invitado imprescindible en los saraos de la alta sociedad norteamericana e internacional. Autor intelectual de operaciones diplomáticas ciclópeas, como la apertura de relaciones de Estados Unidos y China, que sentó las bases para que este país se convirtiera en una potencia planetaria, e inductor de maniobras criminales como los sangrientos golpes de estado en Chile y Argentina, la continuación de la guerra de Vietnam y los despiadados bombardeos sobre Camboya que, entre otros efectos, alumbraron a los jemeres rojos de Pol Pot.
Henry Kissinger inició una saga de académicos como Zbigniew Brzezinski y Madeleine Albright, procedentes de la Europa central y oriental, que ocuparon plaza como secretarios de estado y consejeros de seguridad de sucesivos inquilinos de la Casa Blanca. La causa de esta coincidencia de origen geográfico y cultural es la guerra fría y la necesidad de entender y contener al oso soviético. A este fin, los elegidos no solo tenían experiencia vital y conocimiento intelectual del terreno sino que estaban especialmente motivados para su función por su carácter de exiliados y refugiados de sus países de origen. Encarnaban y defendían mejor que nadie la libertad que representaba su país de adopción. Al mismo tiempo, y aunque no fuera su función principal, fomentaban entre las elites estadounidenses la desconfianza y el apenas secreto desdén por Europa. Finamente, Kissinger formuló este desdén con una pregunta maliciosa: ¿qué número tengo que marcar cuando llamo a Europa?
Un genio de los matices es quizá la mejor definición del personaje. En algún temprano momento de su vida este emigrado judío fugado de las garras nazis debió comprender dos o tres principios básicos que informaron para siempre su ambiciosa actividad diplomática e intelectual: primero, que el azar es parte determinante de la historia y que la función de la política es preverlo y limitar sus efectos; segundo, que para ello se necesita el poder, tan firme y expansivo como sea posible, y en esta ejecutoria no vale ninguna clase de idealismo o apriorismo, y tercero, que no se puede retroceder ante los efectos a que nos llevan nuestros razonamientos por repulsivos que parezcan a algunas almas débiles. A menudo, se ha relacionado el accionar de Kissinger con el realismo político, pero el mero realismo es de vuelo corto y se necesita una idea más general y profunda que englobe y justifique todas las acciones por contradictorias que parezcan y que, en su caso, fue una suerte de pesimismo antropológico según el cual las vidas humanas son por definición accidentales. Sentadas estas bases en la conciencia, solo queda estudiar a fondo la historia, que es el registro de la actividad humana, y pensar desapasionadamente los problemas, sin miedo a las conclusiones por brutales que sean. Al doctor Kissinger se le daba una higa lo que ocurriera más allá del perímetro de sus intereses. Hay que recordar que la parte más llamativa de su obra diplomática y política la hizo al servicio del presidente Richard Nixon, probablemente el tipo más corrupto y propenso a la delincuencia que ha ocupado la Casa Blanca antes de Donald Trump. En sus memorias, Kissinger confiesa que durante la demoledora crisis del watergate su preocupación principal no era la suerte del presidente sino mantener ante el mundo la imagen de que, a pesar del ruido de la crisis, Estados Unidos seguía siendo la primera potencia mundial y un imperio planetario. A Kissinger no se le puede aplicar el clásico y desdeñoso epitafio de tanta paz halles como descanso dejas.
P.S. Una serie de televisión que se emite estos días en recuerdo del asesinato en Madrid del almirante Carrero Blanco, mano derecha del dictador Franco, cincuenta años atrás, hace a Kissinger conocedor si no responsable de la acción que realizó un comando terrorista de eta.