En la política, como en las artes escénicas en general, hay un sinnúmero de actores desempleados, sin papel, sin función, sin compañía propia, sin una trama en la que encaje su perfil. Se quedarían asombrados por la cantidad de profesionales de este oficio que pasan el día viendo series de netflix o sirviendo copas en el bar de su cuñado mientras tienen abierto el móvil a la espera de una oferta. En el teatrillo catalán han inventado un papel y un personaje para la escenificación de las negociaciones, que con suerte dará empleo a uno de estos desocupados: el verificador. Por ahora, el intérprete asignado a este papel permanece en secreto, lo que constituye el macguffin de la obra.
Lo que sabemos, a última hora, es que el verificador estará apoyado en su menester por un equipo de diplomacia privada de campanillas, como Tom Cruise, que lleva al rodaje de Misión imposible, masajista, maquillador, chef de cocina, dos o tres secretarias, un ayudante de vestuario y demás. Mientras el telón permanece echado, el público se ha entregado a toda clase de especulaciones sobre el personaje de el verificador y su rol. La opinión más obvia, que ha encorajinado a medio país, es que se trata de un mediador, una figura que aparece en los conflictos internacionales entre estados que no se pueden ver ni en pintura; la consecuencia lógica de esta aprehensión es que el felón don Sánchez ha aceptado tratar con el prófugo don Puigdemont como si ambos representaran a estados distintos además de enfrentados, dispuestos a un tratado de paz. La realidad parece más modesta, aunque no menos confusa.
El diccionario rae da una definición funcional al término verificador, el que verifica, y verificar es comprobar o examinar la verdad de algo. Es decir, que se si se trata de atestiguar que los contendientes se han reunido y han hablado de esto o aquello con tal o cual acuerdo o desacuerdo, bastaría una grabadora. Al parecer, la figura del verificador es la consecuencia práctica de un consejo que don Puigdemont recibió de su antiguo jefe de filas y antecesor en estas lides, don Jordi Pujol, el cual le avisó de que no se fiara de los españoles y sus taimadas promesas. No puede decirse que al viejo cacique catalán le fuera mal en las negociaciones con el hombre blanco mesetario, que le salvó de las consecuencias penales del caso banca catalana y del que en sucesivas ocasiones recibiría suculentas partes del pastel cada vez que se sentaba a la mesa.
Las relaciones de España y Cataluña son asimétricas porque la primera contiene a la segunda. Una prueba escénica de esta asimetría está en el hecho de que don Puigdemont haya aceptado negociar los preliminares del acuerdo con don Santos Cerdán, subalterno de don Sánchez sin relevancia ejecutiva alguna. Pero las relaciones entre las dos entidades son también simbióticas, y en este plano Cataluña necesita más a España que a la inversa. Las secesiones tienen en este tiempo mala prensa y peores consecuencias prácticas, como lo demuestran, en niveles distintos, el brexit y el prusés, convertidos en el laberinto del Minotauro para los promotores de estas desdichadas iniciativas. En ambos casos, ahora toca restaurar el edificio en ruinas.
Don Puigdemont ya ha conseguido el objetivo principal: librarse de las asechanzas del juez Llarena, como su predecesor don Pujol se libró de los fiscales Mena y Jiménez Villarejo, cuarenta años atrás. Aunque, caramba, ahora ha entrado en liza el juez García Castellón, un vengador justiciero que ataca cuando en la la judicatura suenan los tambores de guerra. A su turno, la patronal catalana ya ha preparado la recepción del hijo pródigo de Waterloo para embridarlo a sus intereses. A esta clase burguesa, que constituye el electorado natural de don Puigdemont, le interesa más la cuestión fiscal y la amenaza que a este respecto significa un gobierno de izquierdas que el derecho de autodeterminación porque saben que el alcance de la autodeterminación se mide por la pasta que tienes en el banco. A este fin, los juntistas también han hecho los deberes rompiendo con la menestralía que representa esquerra, a riesgo de dinamitar la precaria hegemonía del así llamado independentismo.
A don Puigdemont se le ha acabado el cuento de caudillo carlista en el exilio y lo que el verificador deberá verificar es cómo se escribe el último acto de esta representación de teatro del absurdo, que recuerda a El maestro, una pieza de Eugène Ionesco en la que unas gentes esperan el advenimiento de un líder y, cuando este aparece, no tiene cabeza, aunque sí sombrero. El partido de don Puigdemont quedó en cuarta posición en las pasadas elecciones generales en Cataluña, donde tuvo menos votos que la suma de pepé y vox, y en sexta posición en el conjunto de España; tiene siete diputados en el congreso y sus votos representan solo el 1,6% del voto válido emitido. Por ende, podría decirse que don Puigdemont es un cantamañanas, aunque este juicio es subjetivo: una revista de especulación política lo sitúa destacadamente en la lista de los grandes disruptores de Europa este año, junto a reaccionarios conspicuos como Viktor Orban y Manfred Weber. La paradoja radica en que don Sánchez, el promotor del espectáculo, puede ser la única víctima de la trama. El cazador cazado. Si todo sale bien, no recibirá aplausos de la platea y habrá incorporado a la panoplia de soportes parlamentarios a un adversario del que no puede esperar ninguna lealtad, y si sale mal, podría ser el principio del fin de su carrera, lo que complacerá a una parte del público y dejará con un palmo de narices a la otra parte.