Las fiestas nacionales y regionales de este país, empezando por la mayor de todas, el doce de octubre, fiesta de la raza, de la hispanidad, de la virgendelpilar o día de insultar al presidente del gobierno si es de izquierdas, son siempre un equívoco cuando no una impostura en la que se mezclan en una misma salsa folclórica fervores religiosos y mitos nacionalistas, y lo que debiera identificarnos como una comunidad política, históricamente discernible, se convierte en una niebla semántica que el paisanaje despeja haciendo lo que le da la gana en el día festivo. Y menos mal que es así  

La remota provincia subpirenaica festeja hoy el día de la patria chica, la nación de bolsillo. En realidad, la celebración por calendario era ayer domingo pero nadie está por la tarea de amortizar un día festivo en estas fechas prenavideñas en las que se encadenan jornadas vacacionales en un interminable puente donde se encuentran, el fuero, la constitución, la inmaculada concepción y todos los santos del cielo disponibles. El referente icónico de nuestra fiesta provincial es sanfranciscojavier, un tipo que se ajusta como un guante a las ensoñaciones del macizo de la raza autóctona. Jesuita camisa vieja, compañero del fundador de la orden y arriscado aventurero de la buena nueva en tierras de Asia al servicio de los afanes imperialistas del reino de Portugal, encarna para el añejo conservadurismo local las virtudes que se esperan de un buen patriota, a saber, que entre en religión o en el ejército si no encuentra trabajo en los latifundios de su pueblo. Bajo la advocación del santo, la remota provincia subpirenaica fue durante buena parte de la segunda mitad del siglo pasado la principal productora y exportadora mundial de misioneros y misioneras a tierras ignotas. Los indígenas de aquellos parajes nos han devuelto el favor y hoy no es infrecuente que la misa de la parroquia sea oficiada por uno de ellos. En resumen, el santo patrón fue un adelantado de la primera globalización iniciada en los albores del siglo XVI y que ha durado hasta que Bill Gates y compañía han tomado el mando de la segunda fase.

Pero estos rasgos universalistas del santo no son los únicos que nutren el imaginario local. El populismo neocarlista (los bilduetarras, como los tilda su némesis centralista de Madrid), encuentra en su figura un referente del país perdido. El personaje fue hijo de una familia aristocrática local adscrita al bando de los partidarios del rey francés durante la guerra por la que el rey español incorporó a su corona la parte meridional del entonces reino pirenaico, mientras el francés se quedaba con la porción septentrional. Se da la circunstancia de que los dos camaradas jesuitas, Íñigo y Francisco, militaron en bandos enfrentados en esta guerra: el primero con los castellanos y el segundo, o mejor dicho, sus hermanos, con los franceses, lo que no fue óbice para que más tarde ambos se entendieran a las mil maravillas en latín, aunque eran de habla vascuence o vizcaína, como se decía en su época. Conviene recordar que términos como francés o español o vasco, de fuerte carga identitaria ahora, no tenían ningún significado en aquella época de tránsito entre la edad media y la moderna, pero eso no impide que su evocación sea una herida abierta en los afanes del buen pueblo. Los conservadores deploran que se haya desvanecido el tiempo de la fe robusta y la espada templada, que encarnó el santo, mientras los neocarlistas escarban infatigablemente en la memoria de aquellas batallas perdidas, Noáin, Amaiur, ay, en busca del santogrial, o, en su defecto, de la cubertería de plata de la abuela.

En la memoria reciente hay un momento en que conservadores a caballo y carlistas a pie unieron sus afanes para derribar la segunda república. Los primeros se movilizaron para defender las tres Cs de su blasón (cupón, copón y capón); los segundos, porque nada es más ajeno a su cultura política que una constitución democrática. Esta coincidencia de intereses tuvo lugar bajo la advocación de sanfranciscojavier y gozó de la resonancia de una obra teatral de gran éxito de público: El divino impaciente, estrenada en 1933 y de la que es autor José María Pemán, un golpista monárquico de cierto ingenio al que Paul Preston dedica un capítulo de su obra Arquitectos del terror. Una versión dizque modernizada de El divino impaciente fue repuesta por el gobierno de la remota provincia en 2006, con ocasión del quinto centenario del santo patrón. Y en esas estábamos en los albores del tercer milenio: arrojando paletadas de tierra sobre la república española y celebrando la contrarreforma de la cruz y la espada. El festejo costó al erario público 181.000 euros; apenas unos meses después, estalló la burbuja inmobiliaria y supimos a ciencia cierta que estábamos sin blanca.