Esta mañana el viejo ha aprendido que la criminal estrategia israelí contra la población de Gaza tiene el aséptico nombre de transferencia de riesgo, parche retórico que encierra el propósito de minimizar las bajas propias y multiplicar cuanto sea posible las del enemigo. En este momento los israelíes han conseguido su objetivo diríase que con creces aunque esta estrategia tiende al infinito y nunca puede afirmarse que sus efectos sean suficientes. La proporción de bajas entre los dos bandos es de dieciséis mil palestinos muertos por ochenta y cinco soldados israelíes. Doscientos a uno, la mayor (des)proporción de víctimas desde la segunda guerra mundial, en una época en la que han menudeado guerras horrorosas y desiguales, como la de Vietnam, recordada estos días por el plácido fin de la longeva vida de uno de sus más afamados hacedores, don Henry Kissinger.
La segunda guerra mundial es todavía, en la mentalidad occidental, la unidad fija de medida, la barra de platino e iridio, de las guerras actuales. Y, en efecto, en las motivaciones de estas se advierte cierta nostalgia de aquel conflicto, como si los contendientes estuvieran solucionando algunos flecos que quedaron sueltos en el negocio que se libró entonces. Esto es evidente en Gaza y en Ucrania. La parafernalia bélica que nos sirven en los telediarios recuerda aquella guerra de nuestros abuelos: ciudades arrasadas desde el aire o mediante horrísona artillería de campaña y tanques que aplastan las ruinas y despojos resultantes. Es cierto que ahora también aparece sobre el terreno una infantería pesada, cuyos infantes están equipados como robocops de cómic y que en el aire operan drones y otros artilugios invisibles, pero estos elementos nuevos no cambian la percepción arcaica, diríase que intemporal, de la segunda gran guerra del siglo XX, de la que nadie se atrevió a decir que fuera hecha para acabar con todas las guerras, como se dijo de la primera. En 1945, la humanidad occidental descubrió que le había cogido el gusto a la guerra, cuanto más sangrienta y destructiva, mejor, y en esas estamos.
Hay más factores en el tablero que nos remiten a las circunstancias del siglo pasado. Dos imperios avejentados, codiciosos y expansivos, Estados Unidos y Rusia, que aspiran a frenar su decadencia mediante un enfrentamiento entre sí a través de países interpuestos. Y, claro está, la inevitable impotencia de la organización de las naciones unidas, institución que bien podría mudar su nombre por el más castizo de unidas podemos.
La segunda guerra mundial terminó con el arrasamiento de Hiroshima y Nagasaki mediante lo que entonces se consideró el arma definitiva: la bomba por antonomasia. Hasta ahora, las sucesivas reediciones locales de aquel conflicto no han llegado a este límite porque la bomba conserva en el imaginario universal un aura de tabú, una cualidad mítica, no porque los contendientes, que la poseen, no puedan utilizarla. Pero han resuelto este déficit destructivo multiplicando exponencialmente la efectividad mortífera de las bombas convencionales de tal modo que en este momento es probable que a los gazatíes, o antes a los habitantes ucranianos de Mariupol, les diera igual ser bombardeados con un artefacto nuclear. Quizá somos los telespectadores los que no podríamos soportarlo y nos pasaríamos al canal de deportes o de cine rancio. Entre paréntesis, podríamos preguntarnos si el Holocausto habría sido posible en la era de la televisión, difundido por los competentes cineastas nazis a todos los hogares del mundo; en los años cincuenta del siglo pasado esta pregunta era imposible pero ahora mismo podríamos aventurar con bastante certeza una respuesta afirmativa.
Un efecto de la modernidad occidental parece ser el hecho de que todas las generaciones están llamadas a sufrir o a ser espectadoras impasibles de un genocidio. Nuestros abuelos tuvieron Auschwitz y sus nietos tienen Gaza (no hace falta insistir en el hilo que une a ambos) como capítulos de una biblia que no termina de escribirse nunca. El único que debe estar partiéndose de risa por esta deriva es el viejo barbudo que habita en la cima del monte Sinaí, el gran cabronazo que nos pastorea a todos.
P.S. Bien por los vecinos de Gernika, que nos han recordado el bucle criminal en el que estamos.