Ahora que menudea el cargo de antisemitismo para designar a quienes se horrorizan y/o protestan contra la matanza de gazatíes bajo las armas de Israel, es pertinente echarle un vistazo al origen de este proliferante señalamiento que se ha convertido en el semáforo rojo de la corrección política en occidente. El antisemitismo, es decir, el rechazo a los judíos, comoquiera que se haya llamado a lo largo de la historia, es un factor constituyente del cristianismo desde su mismo origen. Toda religión, nación, agrupación o peña humana alrededor de una verdad privativa exige un adversario que nos permita distinguirnos del otro, y para la cultura cristiana ese otro es el judío desde su misma fundación: un tipo para el que diríase que se inventó el adjetivo contumaz. El que siendo paisano de cristo y teniéndole ante sus ojos no le reconoció, le dio muerte (en realidad la sentencia y la ejecución la llevaron a cabo los romanos, pero no enredemos el cuento) y siguió sin reconocerle durante siglos hasta ahora mismo. Por alguna razón cuyo origen histórico no está aclarado, los judíos vivieron en la Europa donde todos los pueblos se convirtieron a la verdadera fe, en sus distintas y distantes variantes, desde los Urales a Gibraltar, todos menos los judíos, ¿puede imaginarse una actitud más diabólicamente contumaz? Así que fueron segregados, subyugados, perseguidos, atropellados y asesinados, y ese odio ha dejado una huella indeleble en nuestra conciencia que se manifiesta como un reflejo condicionado, incluso cuando se defiende una causa justa como el derecho de los palestinos a no ser masacrados.
El rapto, la última peli del maestro Marco Bellocchio, que ha tenido un paso fugaz por la cartelera, cuenta la historia de uno de los últimos y más sonados episodios de antijudaísmo clerical registrados en Europa: el secuestro del niño judío de seis años Edgardo Mortara por el papa Pío Nono en 1857. Edgardo era hijo de una familia de Bolonia, ciudad perteneciente entonces de los estados pontificios, y su secuestro y conducción al Vaticano, donde permaneció encerrado bajo la tutela personal del papa, se llevó a cabo por oficiales de la policía bajo mandato de la Inquisición porque el niño había sido bautizado sin conocimiento de sus padres por una criada de la casa y en la opinión clerical había dejado de ser judío. El suceso se convirtió en lo que hoy llamaríamos un acontecimiento mediático global, con gran alboroto de la creciente opinión pública liberal de Europa y Estados Unidos, pero el papa no dio su brazo a torcer y retuvo a Edgardo hasta convertirlo en un febril cura católico. Este papa Pío fue un personaje rocoso, beligerante y agresivo, consciente del poder que tenía y del riesgo de perderlo, como en efecto él mismo experimentaría poco después con la unificación de Italia. Reforzó el blindaje doctrinal de la iglesia católica con nuevos dogmas de fe como el de la infalibilidad papal y el de la inmaculadaconcepción (que ahora en España comparte puente festivo con la constitución sin que el buen pueblo sepa qué significa una y otra) y condenó las ideologías de la modernidad, el liberalismo, el socialismo y la primacía de la sociedad civil sobre la eclesiástica, entre otras.
La peli de Bellocchio es hipnótica, aunque seguramente solo los viejos estamos en condiciones de apreciarla en sus términos y de estremecernos ante lo que se ofrece en pantalla. De entre los cuatro gatos dispersos que formábamos el público de la sesión, uno no pudo evitar que se le escapara un cabrón en voz alta contra el desapacible Pío. La peli relata con extraordinaria precisión y fuerza plástica el moldeado del alma de un niño mediante la jesuítica mezcla de lógica, disciplina y terror y describe los envolventes ritos litúrgicos anteriores al concilio vaticano segundo, que constituían por sí solos un universo simbólico cerrado y aplastante. ¿Quién se acuerda de los flabelos, los faraónicos abanicos de plumas que flanqueaban al papa de Roma cuando lo paseaban en silla gestatoria?
El cuento no tiene un final feliz o, mejor dicho, tiene el final que conocemos todos. La unificación de Italia registró un periodo liberal en el que los judíos –en la película, encarnados en el hermano mayor de Edgardo- pudieron abandonar la constricción del gueto y abrazaron la causa liberal y democrática -como una o dos generaciones después abrazarían la causa socialista o comunista- en busca de una sociedad en la que ellos pudieran ser tratados como iguales. Pero la historia no discurrió por ese cauce. Las nuevas naciones europeas creadas o restauradas entre los siglos diecinueve y veinte regresaron pronto a la uniformidad nacional basada en la religión cristiana, a la que reforzaron con palabrería racial para dejar fuera de la comunidad, una vez más, a los judíos. En España, este antisemitismo nacional-católico (nunca mejor dicho) tuvo vigencia oficial desde los estatutos de limpieza de sangre del siglo XV hasta el contubernio judeomasónico que pregonaba el franquismo de nuestra remota juventud en un país donde no quedaba ni un solo judío (ni masón, para decirlo todo) reconocible.
El antisemitismo de raíz doctrinal cristiana no ha dejado de tener efectos hasta ahora mismo. En primer término porque contaminó de manera indeleble la línea de conducta oficial de la iglesia y de su jefe, y alcanzó de lleno al otro Pío, este el duodécimo, cuyo turbio comportamiento ante el extermino de los judíos por los nazis está bajo sospecha y aún es objeto de escrutinio histórico y de momento ha impedido que el referido Pío sea elevado a los altares. El historiador David Kertzer, autor de un libro sobre El secuestro de Edgardo Mortara (disponible en castellano, editorial Berenice) ha investigado también el antisemitismo vaticano en Los papas contra los judíos (editorial Plaza Janés) y publicó el año pasado The Pope at War: The Secret History of Pius XII, Mussolini, and Hitler, a la espera de traducción.
En marzo de 1998, el Vaticano elaboró una solemne y alambicada declaración titulada Nosotros recordamos: una reflexión sobre Al Shoah en la que admitía la responsabilidad de los cristianos en el antisemitismo sobre el que una ideología pagana, ese es el término con el que se refiere al nacional-socialismo alemán, había perpetrado el Holocausto. El documento se pregunta, un tanto retóricamente, si este sentimiento antijudío de raíz eclesiástica no hizo a los cristianos indiferentes ante la persecución que sus vecinos judíos sufrían a manos de los nazis. La declaración vaticana tuvo un efecto colateral por lo que atañe a los católicos españoles y es que frenó el proceso de beatificación de Isabel la Católica, en marcha en aquel momento impulsado por la diócesis de Valladolid y la orden claretiana. Isabel de Castilla no fue la primera autoridad del mundo cristiano en expulsar a los judíos de su jurisdicción pero sí fue la primera en construir un estado moderno basado en la uniformidad religiosa y étnica con la inquisición como agente ejecutor de esta política represiva, la misma inquisición que ordenó el secuestro de Edgardo Mortara casi cuatro siglos después. Son muchos siglos de antisemitismo militante. Preguntados los claretianos por este frustrado intento de asaltar los cielos por parte de su patrocinada Isabel, respondieron sombríamente: ha sido cosa de los judíos.
Edgardo, consagrado cura católico, salió de Italia tras la muerte del papa que lo había secuestrado y con el que mantuvo durante toda su vida una tortuosa relación de amor-odio, impecablemente reflejada en la palícula de Marco Bellcchio, se afincó en Bélgica y, merced a su facilidad para las lenguas, ofició de predicador en varios países del norte de Europa, entre otros en el País Vasco donde predicó en buen euskera, según atestigua Miguel de Unamuno, que asistió a su sermón, y donde debió dejar alguna huella porque tiene dedicada una calle en la localidad guipuzcoana de Oñati. Murió en Lieja, Bélgica, en 1940, ajeno al exterminio de la comunidad en la que había nacido y había sido amamantado.