¿Por qué la derecha engaña a los suyos para amenazar e intimidar a sus adversarios? Lo hizo la derecha catalana cuando durante el prusés sacó a la calle a centenares de miles de manifestantes en pos de un objetivo que los capitostes sabían que era imposible y que iban de farol. Lo ha hecho la derecha española cuando ha movilizado decenas de millares de incautos contra la amnistía mientras la negociaba con sus beneficiarios. Líderes mentirosos y seguidores mentecatos, esa es la derecha. Y ya que lo mencionamos, ¿por qué no se define como populismo esta conducta loca de la derecha troncal, a la que encanta creerse seria y responsable y está conducida por zascandiles como don Puigdemont, patosos como don Feijóo o jokers de tebeo como doña Ayuso?
El prusés se inició cuando la derecha catalanista en el govern decidió abdicar de sus responsabilidades negándose a asumir los recortes que se le exigían para hacer frente a las consecuencias de la crisis económica y se inventó una consigna cuqui para echar la culpa a los otros: Espanya ens roba. De inmediato, el hereu del feliz y corrupto pujolato, don Artur Mas, aceptó apartarse de la cabeza de la manifestación y ser sustituido por un periodista de provincias con ensoñaciones de caudillo carlista y, como en el cuento de Hamelín, la mitad de la población de Cataluña siguió al flautista, con los resultados sabidos.
A su turno, el último jefe de la derecha española con marbete de serio, don Mariano Rajoy, dejó el país en cueros, patroneó una corrupción endémica en su partido y encubrió las actividades de una policía política dedicada a espiar y hostigar a sus adversarios, todo ello salpimentado con gran profusión de chascarrillos y trabalenguas de casino rural. Lo hizo tan bien que fue el primer presidente de gobierno removido del sillón en una moción de censura que secundó la mayoría política más heterogénea que se haya conocido desde que tenemos memoria. El partido de la derecha interpretó esta derrota histórica en términos de asalto al poder e inició una estrategia gritona, vehemente, apremiante para desbaratar la coalición que sostiene al gobierno electo y decapitarlo, y a tal fin también inventó una consigna de gran éxito: que te vote Txapote. La dinámica de esta estrategia hiperventilada fue letal para el primer encargado de conducirla, el joven don Pablo Casado, y para sustituirlo dieron el encargo al adormilado don Feijóo al que despertaron a bocinazos los editorialistas de la prensa madrileña y otras fuerzas vivas, obligándole a surfear entre la fantasía de sus excitadas bases y la realidad del gobierno del estado, hasta que llegó al punto en que estamos ahora en que no distingue la realidad de la fantasía, y no sabe si hoy toca negociar la amnistía o toca manifestarse contra ella, y con quién.
La derecha catalana y la derecha española se necesitan mutuamente. La catalana no puede hacer realidad sus sueños más húmedos de independencia y sabe que debe negociar un estatus de ventaja con el gobierno central, preferiblemente si es de derechas porque, en último extremo, hablan en la misma clave. La española tampoco puede llevar a cabo su programa máximo, que consiste en un estado centralizado con Cataluña aniquilada como entidad histórica propia y diferenciada, porque carece por completo de fuerza política sobre el terreno. Así que ambas tienen que recurrir a la famosa conllevanza orteguiana. En esas están estos días y mientras las calles de Espanya hierven de manifestantes contra la amnistía arengados por los savateres del reino y los juntistas van al parlamento con botas de montar, como si se les debiera algo, don Puigdemont y don Feijóo se hacen morisquetas y se lanzan mensajes secretitos con el abanico de un palco a otro del hemiciclo.
Inmersos ya en la comedia, vale la pena distraerse con los caracteres de la extraña pareja. Ambos son un par de fracasados en lo suyo, pero ahí terminan las coincidencias. Don Puigdemont es el prometido que se escaquea el día de la boda porque lo que a él le gusta es el cortejo y que el vecindario esté pendiente de sus andanzas. Un pufo por aquí, otra finta por allá, pero nada de compromisos ni responsabilidades, y con esta estrategia le ha ido divinamente: encarna las libertades de Cataluña, vive en un palacete en la parte más exquisita de Europa, como un monarca de los de antes en el exilio, y tiene en vilo a un parlamento que representa a cuarenta y siete millones de ciudadanos libres e iguales, como les gusta decir a cayetanas y savateres.
Su pareja de baile, don Feijóo, es un funcionario apoltronado que no está para estos trotes. Confunde las situaciones, tiene problemas con el lenguaje y no puede ocultar la extrañeza que le produce la realidad en la que le han desembarcado, como un náufrago al que el mar ha llevado a una isla ignota. Cuando dice que lloverá, sale el sol y cuando dice que algo funciona, como Galicia ahora, es porque está roto y el muermo que dejó para que le guardara el sillón va a perder las elecciones. Al contrario que a don Puigdemont, el fracaso del que parte no le depara ninguna satisfacción; por algún mecanismo que no entiende, siempre termina en el papel de payaso de las bofetadas. El odioso presidente del gobierno recibe sus recriminaciones de jefe de la oposición con una sonrisilla insultante, la virreina de Madrid le mueve el sillón con cualquier pretexto y no hay día en que no lea un pronóstico sobre el final de su liderazgo en algún periódico de los que dicen que le apoyan. Qué mundo.