Al sanedrín de vejetes que cada mañana arregla el mundo con un café por medio mientras celebran saberse vivos.
El azar ha querido que coincidan en el tiempo la aciaga suerte de dos ciudadanos que luchan por la libertad frente a la implacable lógica de dos imperios en pugna. Dos armatostes enormes, avejentados e ineficientes para cumplir sus obligaciones de garantizar la seguridad y la paz en sus áreas de influencia, pero cargados de armas y de rencor por su evidente decadencia: dos tiranosaurios heridos. El asesinato de Aléxei Navalni en la prisión en la que régimen ruso lo había encarcelado se adelanta en unos días a la decisión de un tribunal británico sobre la extradición de Julian Assange a Estados Unidos, donde le espera una larga condena sin remisión, que después de doce años de acoso judicial y diplomático, muy probablemente acabará con su vida.
Navalni tiene la claridad del héroe y luchó políticamente para hacer posible un régimen democrático en su país; Assange, quizá un personaje menos nítido, dio publicidad a los ocultos mecanismos y decisiones del poder norteamericano, que condiciona a decenas de países y a millones de personas en todo el mundo. En ambos casos, su destino tiene el rostro de la venganza del poder al que han desafiado y quizá lo que les diferencia es que el ruso luchaba contra la inercia oscurantista de su país mientras que el australiano luchaba a favor de los principios de transparencia de la información y libre tránsito de noticias e ideas que rigen las democracias liberales.
El imperio oriental no ha querido despojarse de su histórica armadura autocrática y no se ha molestado en ocultar o camuflar el asesinato del famoso opositor; al contrario, diríase que se trata de una ejecución en la plaza pública para ejemplo y escarmiento de todos los que intenten seguirle por la vía del disenso. Ya ha habido precedentes y Navalni no iba a ser una excepción, que en la lógica de los ejecutores podía interpretarse como un síntoma de debilidad. En el imperio occidental, el proceso es más prolijo pero no menos tenaz: Assange ha sido acosado y chantajeado por los procedimientos más variados, legales e ilegales, hasta situarle en la tesitura de ser condenado a una severa pena por espionaje, que, como recuerda su esposa, puede acabar con su vida.
La muerte de Navalni es una señal de que Rusia se aleja inexorablemente del consenso democrático y la condena a Assange avisa de que este consenso puede ser destruido desde dentro por la voladura de uno de sus pilares, la libertad de prensa. Todo lo cual ocurre en un tiempo en que parece formatearse una nueva y ominosa guerra fría (y ojalá que sea solo fría) en la que la línea del frente se desplaza hacia el este desde su anterior posición en el río Elba hasta el Dniéper.
El estancamiento de la guerra de Ucrania extiende la amenaza a la temblorosa Europa, en la que ya se detectan señales de que debemos prepararnos para lo peor. Un acuerdo en embrión pero inequívoco entre las élites europeas nos lleva al rearme material e ideológico. Al aumento de la producción de armas y municiones seguirá una demanda de aportación personal con cambios hacia el servicio militar obligatorio. Adiós al averiado estado del bienestar y adiós a los sueños de un futuro más abierto, igualitario y verde. Vuelve la uniformación y la uniformidad y los delitos por alta traición, del que ya hemos tenido en España un adelanto con el que un juez quería emplumar a los independentistas catalanes.