Esa percepción de tierra dulce y lírica, de lluvia melancólica y sueños de lejanías, se ve contrastada en cada cita electoral por un conservadurismo robusto, tenaz, que no se deja llevar por los cantos de sirena (nunca mejor dicho) progres ni necesita enfatizar sus rasgos nacionales, ni siquiera ayudarse del ruidoso concurso de la derecha extrema como en otros territorios de levante y de la meseta. No importa lo disparatada que haya sido la campaña electoral ni que el guirigay mediático publicite un país en llamas porque el alboroto no se reflejará en las urnas. No importa tampoco que al frente de la procesión esté un muermo como don Rueda o un patoso trolero como don Feijóo. En el pasado, este voto manso y enraizado ya domesticó a un autoritario tronante e hiperactivo como don Fraga Iribarne.

El duro y compacto conservadurismo galaico, sin adherencias voxianas, al menos visibles, envía una enseñanza más general, aplicable a todos los partidos de la liga electoral española. La derecha sabe bien lo que quiere conservar y la izquierda no sabe qué quiere reformar. La derecha sabe dónde está y la izquierda no sabe a dónde quiere ir. En el fondo de la urna, donde queda el bagazo de los votos inútiles, el partido animalista pacma ha obtenido un 0,4% del voto y los podemitas un 0,3%, lo que indica que en esa bruma de la izquierda plural no sabemos si se defienden los derechos de los humanos o los de sus mascotas.

No ha ido mejor a los sumandos de sumar, que con el 1.9% del voto no suman. Un proyecto político no se sostiene en la mera agregación de mareas que van y vienen. El modelo que sacó a la cancha don Pablo Iglesias y que ha replicado sin modificaciones doña Yolanda Díaz no funciona. No se puede hacer política eficiente con la fórmula de un líder o lideresa carismáticos, gran aparato de gestualidad mediática y confianza en que los afines se acercarán al proyecto como las polillas al candil.

El auge del nacionalista beenegá también tiene contrarréplica. Al decir de los que saben, su cabeza de lista, doña Ana Pontón, ha cosechado los frutos de años de trabajo político sostenido sobre el terreno. La calidez de la candidata, la moderación de su discurso de contenido social más que identitario y el desconcierto de la izquierda así llamada estatal han hecho posible el relativo éxito. Pero el beenegá tiene un solo diputado en el parlamento nacional y está limitado por la barrera natural del territorio en el que opera. Tarde o temprano tendrá que resolver el dilema entre empujar hacia su programa máximo (la autodeterminación y todo eso) o quedarse en un partido regional de influencia decreciente.

Los grandes derrotados son el pesoe y don Sánchez, y el primer síntoma de la derrota es la rehabilitación del jefe de la oposición, don Feijóo, que dos días antes de las elecciones parecía amortizado. Don Sánchez ha debido sentir el crujido del suelo bajo sus pies tras el desplome electoral de los dos partidos del gobierno. Alguna señal habrá captado sobre los efectos de sus relaciones con los nacionalismos periféricos, que le resulte aplicable a sus negociaciones con los puigdemonteses. Estas elecciones añaden un dato más a la cuestión territorial del país. El pesoe se proclama federal pero es un propósito que no puede poner en práctica, ni siquiera intentarlo porque se necesitaría una reforma constitucional y administrativa inimaginable. A la izquierda del pesoe, sumandos y podemitas se refieren a sí mismos como espacio confederal, lo que les aboca a la insignificancia o a la extinción, como se ve en todas las elecciones en las comunidades históricas. La estructura territorial de España es una agregación de reinos medievales bajo la férula de un poder centralizado. La derecha ha heredado esta estructura y se siente cómoda en ella. La izquierda post industrial ha perdido su electorado tradicional, que ya no existe como tal, y está desorientada en el jardín de las identidades territoriales.

Estas son algunas de las enseñanzas que han dejado las elecciones gallegas de ayer. Paciencia y a barajar.