Los jueces vuelven a la carga en su determinación de emplumar a don Puigdemont, esta vez por terrorismo de baja intensidad. Desde que occidente llamó terrorismo global a todo lo que afecta al statu quo y esta noción omnicomprensiva encontró acogida en el código penal, los artículos correspondientes se han convertido en un bufé en el que puede saciar su apetito punitivo cualquier juez bulímico. El terrorismo ha devenido melodía para virtuosos de la judicatura desde el adagio, que fue el tiempo que se tomó el juez García Castellón para incluir este delito en los cargos atribuibles al encausado, hasta el molto vivace, que atruena ahora en los metales del tribunal supremo. Dando por supuesto que la voluntad de los jueces es restaurar la justicia, lo que quiera que signifique eso, podemos especular si los altos togados actúan por sentido del deber patriótico o por pura venganza tratándose de un zascandil que se ha pitorreado de ellos y de sus resoluciones por toda Europa, y aún les hace pedorretas a la menor oportunidad. Los jueces sufren un salpullido cada vez que piensan en don Puigdemont; se la tienen jurada, como se dice en la barra del bar.
Si, por el contrario, las resoluciones judiciales son por deber patriótico, debemos entender que han hecho suya la misión de salvar sssspaña, tarea que históricamente ha estado a cargo de los militares, que se ve que ahora mismo no están por la faena (¿dios me oiga!). La hoja de ruta para este objetivo patriótico es tan simple como una hilera de fichas de dominó: 1) don Puigdemont, empapelado por terrorismo; 2) la ley de amnistía, al carajo; 3) la frágil mayoría que sostiene al gobierno de coalición, quebrada, y 4) don Sánchez, a la calle, donde, epílogo, 5) quizá se le pueda llevar al banquillo por algo, porque ganas no faltan y Koldo el aizkolari ofrece una oportunidad muy prometedora.
En la remota provincia subpirenaica este magno movimiento patriótico-jurídico ha tenido una curiosa derivada, coherente con el plan general de evitar que se rompa sssspaña. El tribunal supremo ha frenado el traspaso de las competencias de vigilancia del tráfico al gobierno regional porque, aduce la sentencia, tal competencia no se contempla en el estatuto de autonomía. Esta resolución judicial no hubiera tenido lugar en un pasado reciente y el traspaso se hubiera hecho sin alharacas, no importa qué gobierno hubiera en Madrid, pero en la actual circunstancia, la hiperventilada derecha, a la que se ha sumado parte significativa de la judicatura, ha hecho del asunto casus belli con la consigna de que don Sánchez quiere retirar a la guardia civil de la región para satisfacer el apetito separatista de los bilduetarras. Da un poco de pereza y te reseca la piel, es decir, te convierte en una momia, intentar explicar esta cuestión, pero vamos a ello.
El estatus político de la remota provincia subpirenaica se basa en lo que se conoce como derechos históricos, un concepto gaseoso que sin embargo ha servido para identificar jurídicamente el estatuto de la región, que no es un estatuto de autonomía sino un amejoramiento del régimen foral. Ese es su nombre oficial y es la doctrina que defendió con éxito la derecha regionalista (don Aizpún, don Del Burgo et alii) durante la transición. En este régimen histórico, las carreteras regionales y su vigilancia eran de competencia exclusiva de la diputación provincial hasta que a principios de los años sesenta del pasado siglo el gobierno de la dictadura con don Camilo (o Camulo) Alonso Vega al frente de la gobernación introdujo manu militari, que es como se hacía las cosas en la época, a la guardia civil para este menester.
Los gobernantes de la remota provincia, sin distinción de color político, reclamaron la plena competencia en esta función desde los primeros tiempos de la democracia, y sin que en Madrid se les negara el derecho a la reclamación, nunca hubo momento oportuno para ejecutarla. Un acuerdo del 2000 con don Aznar quedó sin efecto y en el olvido con don Zapatero y don Rajoy, y el primer compromiso de don Sánchez en 2019 se ha retrasado hasta ahora en que, caramba, resulta que es ilegal, según el tribunal supremo. El asunto merece tres observaciones que revelan el grado de chifladura que impera en la política española y, singularmente, en la exagerada dificultad que el gobierno y el parlamento de la nación (o del estado, si prefieren) tienen para resolver los asuntos más nimios, si se refieren a la cuestión territorial.
La primera observación es que se trata de un asunto administrativamente marginal e intrascendente. En la remota provincia, la guardia civil tiene cincuenta cuarteles repartidos por toda el territorio y una dotación de mil ochocientos guardias, más que la suma de la policía nacional (mil cien) y la policía regional o foral (unos setecientos). La transferencia en litigio afectaría solo a los ciento cincuenta guardias de la división de tráfico a los que se les da la opción de incorporarse gradualmente a la policía foral con la que comparten funciones en la materia.
La segunda observación tiene que ver con las exigencias derivadas de la sentencia del tribunal supremo, que podrían hacer imposible el traspaso de la competencia, ya que la norma de amejoramiento del fuero, por la que se rige la autonomía de la región, es una ley orgánica cuya modificación exige una mayoría absoluta en el congreso, que, tal como está el patio, no parece cosa fácil.
La tercera observación es especulativa y por eso más divertida. La correlación de fuerzas ha cambiado mucho desde que se aprobó el amejoramiento del régimen foral. La derecha regionalista, que patrocinó la norma, está en fase de liquidación y transfiriendo recursos humanos –don Sayas y don Adanero, etcétera- a la derecha centralista, y quedan como únicos defensores del fuero los neocarlistas de bildu. El prusés y toda la floración de fuerzas dizque separatistas en las provincias del norte –galeusca, para decirlo con un acrónimo cabalístico que nadie entiende– no son sino el enésimo avatar del malestar carlista, el cual puede explicarse por la impotencia crónica de los regímenes constitucionales españoles para integrar sensibilidades de comunidades muy alejadas de la batuta madrileña. En este paisaje histórico mineralizado, las graduales, cautelosas y siempre insuficientes tentativas del pesoe para acercar a esos territorios, como son la amnistía o la transferencia de un puñado de guripas de tráfico a la remota provincia, se ven boicoteadas por la instintiva y fiera reacción centralista de la derecha, para la que el estado es hobbesiano y las fuerzas del orden, el único servicio público que no puede transferido a otra administración porque los receptores –mossos, ertzainas y otros- son por naturaleza sospechosos de sedición.
El título de este comentario está tomado a préstamo de una de las novelas de la trilogía carlista de Valle-Inclán; los otros dos son: El resplandor de la hoguera y Gerifaltes de antaño. Valle-Inclán era carlista del país donde el bloque nacionalista gallego ha obtenido un notable resultado por delante del pesoe en las recientes elecciones regionales. Volvemos al siglo XIX o quizá más atrás.