Habrá amnistía, lo ha anunciado don Carles Puigdemont, el único personaje de esta tragicomedia que reúne en sí la condición de amnistiador y amnistiado, el gato de Schrödinger en la caja cerrada de la política española. En este tiempo de cuaresma, todavía no se ha disipado la amenaza de que el personaje pueda ser crucificado por terrorismo en el tribunal supremo y ya ha subido a los cielos. Los viejos asistimos a los vaivenes de la política como si fuera una partida de ajedrez pero es un videojuego. Las piezas son poliédricas, los movimientos están regidos por el azar y la necesidad, y el tiempo de la jugada es vertiginoso, sin pausa.
Si el obstáculo para la aprobación de la ley de amnistía, que llevó a su rechazo el pasado 30 de enero con el voto de los puigdemonteses, era que su articulado no protegía al jefe del encausamiento por terrorismo, ¿qué ha cambiado desde entonces, toda vez que el texto de la ley no se ha modificado? ¿O sí se ha modificado? Hasta tanto se aclara este punto, especularemos sobre las circunstancias que han llevado a que don Puigdemont diga que donde dije digo digo Diego.
La primera modificación del escenario ha sido la aparición de Koldo el aizkolari, que ha puesto en un serio aprieto al gobierno de don Sánchez y su continuidad, y de repente no se puede tirar más de la cuerda de la amnistía sin riesgo a quedarse con el cabo en la mano y sin interlocutor en Moncloa. Los indepes alardean de que les importa un comino la gobernabilidad de España, pero no es cierto. Sin esa gobernabilidad del estado, ¿de quién se iban a independizar o en su defecto a quién iban a acusar de la opresión que sufren? Y, puesto que tiene que haber un gobierno, mejor un don Sánchez conocido que un don Feijóo por conocer.
La segunda causa del cambio de brújula es probablemente el aval que la ley de amnistía ha recibido de la llamada comisión de venecia, un artefacto hasta ahora desconocido que oficia de órgano consultivo del Consejo de Europa. El informe de este órgano se votará a mediados de este mes, cuando se conozcan las enmiendas en el debate del congreso, pero ya ha adelantado que hay leyes de amnistía en otros países europeos, que su objetivo de reconciliación política y social es legítimo y que no afecta a la separación de poderes. Así pues, el gobierno no va a recibir ningún reproche en la cancha europea, que es donde se juega la final de estas leyes, y se achica el campo de maniobra a la movilizada judicatura española en su intento de obstaculizar el recorrido de la ley. Una vez más ¿la baraca de don Sánchez?
Don Puigdemont se ha debido sentir más tranquilo con este aval, como se transparenta en el discursillo con que ha anunciado la buena nueva. Paternal, elusivo, pomposo, y una pizca, solo una pizca, desafiante. Disipada en gran medida la amenaza del trullo para sí mismo, ha decidido, como corresponde al padre de la república, liberar de la angustia del futuro a los centenares de independentistas que le siguieron en la charada procesista y a los que alcanza el olvido penal que trae la amnistía. Un par de tópicos entresacados de este discurso despiertan la sonrisa. El primero es la insistencia en que la declaración unilateral de la independencia es válida porque no la ha deshecho nadie, y no es declarativa sino práctica, que es como si un boxeador exige que se le reconozca un puñetazo que ha lanzado al aire cuando le sacan en camilla del ring. La conclusión es que el adversario ha hecho tongo. Dicho en palabras del boxeador noqueado: la confrontación no se ha acabado, la represión no se acaba por más leyes que hagamos, las entrañas del estado español ya han demostrado que son capaces de saltarse el estado de derecho en nombre de una cosa sagrada, la unidad de la patria, y para nosotros la libertad es sagrada, habrá una confrontación de cosas sagradas.
Don Puigdemont vuelve a casa como el caudillo carlista que es: derrotado, más tieso que un palo y con la cabeza inflamada por batallas quiméricas y causas sagradas.