La batalla se dirimirá en el terreno de las políticas concretas, puesto que los problemas ignorados por el utopismo independentista aparecen ahora todos de golpe (Enric Juliana, en el epílogo de España: el pacto y la furia, 2024).
Mayoría absolutísima de nacionalistas y abertzales en el parlamento vasco: 54 escaños de 75. En Madrid suelen distinguir ambos términos por razones funcionales pero significan lo mismo aunque no sean iguales. Son la derecha y la izquierda de la misma matriz. Si acordaran una estrategia común, tendríamos un prozesu a la vasca. Pero eso no ocurrirá; lo que hace unos años era visto con razón como una amenaza ha tornado en bendición; donde había apetito de riesgo y aventura hay necesidad de certeza y seguridad. Es un fruto estabilizador del efecto Sánchez, que una vez más recupera el timón de la nave sacudida por tormentas exteriores y con la mitad del pasaje amotinado en cubierta pidiendo la cabeza del capitán. La derecha española debería revisar su estrategia, si puede calificarse así a la cacofonía de manifestaciones e iniciativas, lindantes con la histeria, que impulsan en el parlamento y en la calle. Para la mayoría del país, don Sánchez no es el problema sino la solución. Esta predicción se pondrá a prueba de nuevo en las elecciones catalanas y europeas.
La inclinación del voto hacia los partidos de casa es un signo de los tiempos. La globalización neoliberal ha dejado una herencia caótica –migraciones masivas, mutaciones climáticas, cambios tecnológicos, brechas sociales, amenazas bélicas-, que ha puesto a prueba la razón de estado, despojado de los poderes tradicionales -economía, justicia, organización territorial-, que lo investían como autoridad última e inapelable. Así que era inevitable el repliegue hacia lo próximo, lo vecinal, lo comunitario, que en el País Vasco es una pulsión social fuerte y arraigada, y bien amarrada por el régimen fiscal privativo. El peeneuve es un partido añejo, serio y realista, que toma nota de cómo le va cuando decide echar una cana al aire y enmienda el rumbo de inmediato en cuanto atisba las consecuencias del derrape: a Carlos Garaikoetxea le siguió José Antonio Ardanza y a Juan José Ibarretxe, Íñigo Urkullu. En tiempos de tribulación no hacer mudanza, como dijo el vasco más famoso, y en esta senda ha ganado las elecciones Imanol Pradales.
Bildu es un partido de las clases menestrales, como se dice en Cataluña, y su crecimiento responde al mismo mecanismo defensivo ante un tiempo incierto. Pero su éxito puede explicarse con un ejemplo del cine: responde a un mecanismo análogo al que provocó el éxito de la peli Ocho apellidos vascos. Por primera vez en décadas, el público podía sonreír ante el escenario vasco y los vascos verse a sí mismos con indulgencia. Cuando una sociedad está sometida a un insoportable estrés durante un tiempo que parece interminable, el final suele ser un júbilo explosivo e inesperado en sus efectos. Es cierto que todavía llevan pegados a la piel huellas de un pasado siniestro, como reveló la torpe respuesta de su candidato Pello Otxandiano convertida en la única anécdota memorable de la campaña electoral, pero de esas manchas se ocupa el tiempo. En términos estrictamente políticos, el resultado electoral de bildu podría no haber sido tan abultado si el pesoe tuviera a punto su siempre inconcluso proyecto federal y si sumandos y podemitas, que en las elecciones generales de 2016 fueron la sigla más votada en la comunidad vasca, pudieran cesar en su festín de canibalismo fraterno.
La incógnita, y la paradoja, está en cómo se comportará este voto regional en las elecciones europeas de junio, en las que por primera vez desde que tenemos memoria se decide sobre una disyuntiva conceptual entre integración y progreso o nacionalismo y reacción. Entretanto, todos contentos.