El escribidor emerge a la superficie y encuentra un mar en calma y un cielo claro e iridiscente. El tsunami de los cinco días de abril, que provocó el último comentario registrado en esta bitácora, resultó una argucia de prestidigitador de cuyos efectos no queda ni rastro en la atmósfera. Moby Dick resultó ser un conejo, otro más, de la chistera presidencial. Si acaso ha cumplido el objetivo íntimo de don Sánchez, que desapareciera el nombre de su esposa del charloteo zafio e inmisericorde que la coalición reaccionaria entiende como hacer oposición. Loor y gloria, pues, a los prestidigitadores que se enfrentan a los trabucaires. Y en esas llegaron las elecciones catalanas y nos dejaron un mosaico en el que todos los colores están representados y al que va a llevar algún tiempo encontrarle sentido. No importa, ya estamos en la raya de salida de las elecciones europeas. A los votantes se nos acumula el laburo; la globalización nos ha convertido en destajistas de una interminable reconstrucción política: falsos autónomos dependientes de esa sociedad anónima a la que llamamos democracia y cuyo consejo de administración ocupa una partida de zascandiles a los que hay que enmendar la plana en cada ocasión.

Algo, sin embargo, sí puede decirse de las elecciones catalanas. Han operado como preludio de las europeas y los resultados se han manifestado en clave europea, como revelan sus dos rasgos más significativos, a saber: se desinfla definitivamente el aciago globo del prusés, esa tediosa y extenuante riña doméstica, y el cuerpo electoral en su conjunto se desliza hacia la derecha… extrema. Las urnas han operado como las vísceras de la paloma en la que los augures ven el futuro de Europa.  No habrá cartalanexit pero sí dos fuerzas neofascistas en el parlament, unidas en sus objetivos estratégicos últimos pero separadas por la tintura identitaria. Tampoco es una novedad en la reciente historia. Podemos imaginar sin esfuerzo un poder dominante que delega competencias en entidades territoriales menores, presuntamente independientes, como la Francia del general Pétain o la Eslovaquia del arzobispo Joseph Tiso. Seguro que a don Santiago Abascal no le importaría tener una relación política de este estilo con doña Silvia Orriols, la alcaldesa de Ripoll. Claro que el antiespañolismo de los independentistas catalanes les llevaría quizá a preferir que el puente de mando estuviera en Roma, bajo la férula de doña Georgia Meloni, para lo que esta ya ha avanzado alguna ensoñación imperial cuando felicitó a la armada de su país porque defienden a la patria italiana desde las Baleares hasta los estrechos turcos del Bósforo y los Dardanelos. Las Baleares: Los grandes cementerios bajo la luna, de George Bernanos.

Los indepes han tardado en comprender que la política es siempre una versión más o menos soportable de la lucha de clases. La nación la componen poseedores y desposeídos y el patriotismo solo sirve para ocultar esta desapacible verdad. El soberanismo, en  último extremo, no es más que una disputa sobre quién será el soberano y quiénes los súbditos. Ahora mismo se nos ofrece una vívida representación de esta comedia dramática.  El president don Pere Aragonès, el líder del partido de los menestrales,  el político que ha provocado la derrota de su formación al convocar las elecciones, dimite. Don Carles Puigdemont, el fugado, el pretendiente legitimista, el líder del partido de los pijos, reclama a los ganadores de las elecciones que le abran paso y le entronicen como president del país.

Dos figuras del teatro costumbrista, de cuando la realidad era una finca de campo en la que disputaban el derecho a la existencia terratenientes y aparceros: don Aragonès, el menguado, el tribuno del pueblo, abandona la escena humillado y derrotado; don Puigdemont, el prepotente, reclama al palafrenero que le proporcione un caballo blanco para encabezar el desfile triunfal. El gran dinero catalán necesita un representante político pero, por ahora, no tienen a mano más que a este periodista de provincias autoinvestido de caudillo carlista en el exilio, aunque, bien mirado, al capital se le da una higa de qué vaya disfrazado su hombre con tal de que se muestre dócil a sus designios y no incordie más de lo necesario. El prusés fue, también desde la perspectiva del dinero, una pifia monumental y así lo manifestaron casi diez mil empresas, algunas de primer rango, que se llevaron su sede social y sus negocios fuera de Cataluña a lugares más tranquilos y previsibles. Pero, zanjado el incidente, pelillos a la mar, vamos a aparcar la épica para mejor ocasión y hablemos de lo que cuenta porque la vida es muy larga.

Y este es el circo que debe dirigir el ganador de las elecciones, don Salvador Illa, un socialista sin atributos, un tipo enjuto y reticente, despojado de tentaciones expresionistas, lo que suele llamarse un técnico, aunque la policía no es una técnica, un exministro de sanidad que ha demostrado capacidad de gestión ante la  situación más aterradora a que puede enfrentarse una persona en este cargo. Entretanto, el buen público hace cola para asistir a la función y, si fuera necesario, votar otra vez. Faltaría más.