El primer ministro británico, míster Rishi Sunak, ha anunciado bajo la lluvia la convocatoria de elecciones en un momento en que la oposición laborista aparece sobrada en las encuestas y el resultado para los tories es más problemático que otra cosa. En estas circunstancias, cada vez más frecuentes en los países europeos, las elecciones están impregnadas de una suerte de desesperada incertidumbre y operan como una patada al balón cuando el partido está estancado. En esta emergencia, el gobierno convocante calcula los recursos que le quedan para salir vivo del trance y el señor Sunak ha estimado que una ligera rebaja en la inflación y la puesta en marcha del programa de deportaciones de inmigrantes a Ruanda deberían ser suficientes para aplacar el desasosiego y satisfacer la querencia conservadora de los votantes: un poco más de dinero en el bolsillo para ir al súper y llenar el depósito, y la desaparición de algunos migrantes del paisaje urbano. Todo en pequeñas dosis, tal es el destino de la gobernanza en los países occidentales: el parto de los montes.
Míster Sunak se juega en los comicios la continuidad o el fin de la dinastía oxoniense que ha gobernado el Reino Unido desde el malhadado brexit: cinco primeros ministros desde el 23 de junio de 2016, fecha en que los británicos votaron salir de la unioneuropea; de promedio, diecinueve meses de mandato cada uno. Todos ellos cerradamente conservadores, miembros natos de la clase alta y todos egresados de la Universidad de Oxford. Si el distraído lector quiere pasar un rato ameno e instructivo curioseando en los mecanismos de formación de la clase dirigente británica debe internarse en las páginas de Amigocracia, de Simon Kuper (ed. Capitán Swing, 2023).
Lo que se nos cuenta en esta crónica es cómo y por qué la clase dirigente conservadora (si no es un pleonasmo) del Reino Unido se reduce a un círculo de condiscípulos y amiguetes entre sí graduados en materias humanísticas en Oxford (como nuestra doña Cayetana, de los libres e iguales, otra pandilla de exquisitos) y más precisamente pertenecientes a su archifamoso club de debates, Oxford Union, una escuela de sofistas en la que se valora la labia, la desenvoltura, la despreocupación por los hechos reales y la nula relación con cualquier ser humano que no pertenezca a este exclusivo círculo. Kuper cita al hoy agobiado primer ministro Sunak: Tengo amigos que son aristócratas, tengo amigos que son de clase alta, tengo amigos que son, ya sabéis, de clase trabajadora. Bueno, no. De clase trabajadora, no.
La cita viene a cuento porque desde el patinazo del bréxit este núcleo dirigente ha mutado obligándose a admitir miembros (con opción a convertirse en inquilinos del número 10 de Downing Street) que no pertenecen al cogollo social originario sino a clases medias aspiracionales, que a base de un descomunal esfuerzo personal del aspirante y económico de su familia se ganaron la oportunidad de ser cooptados por el grupo y mimetizados en él. Estos advenedizos son mujeres, como la anterior primera ministra, Liz Truss, que lo fue durante cuarenta y cuatro días, o pertenecientes a minorías racializadas, como el mismo Rishi Sunak, trabajadores entregados que llevaron al cargo las fórmulas de gobernanza aprendidas en el club de la clase ociosa para comprobar que fracasan sin remedio.
Los originales de la dinastía oxoniana eran hombres y blancos, henchidos de arrogancia, educados en instituciones impermeables a los vientos del tiempo, conscientes de la excepcionalidad de su destino privilegiado, investidos a sí mismos de la herencia imaginaria del imperio británico y adiestrados a opinar con elocuencia y tomar decisiones en asuntos de los que no tienen idea y a los que no dedican ni un minuto de tiempo para evaluar las consecuencias. La misma decisión adoptada por David Cameron de convocar un referéndum para decidir sobre la salida de la unioneuropea, un proyecto que rumiaba una minoría de extrema derecha pero que para nada era una preocupación urgente del común, es característica de este tipo de decisiones alocadas. Con la confianza que da creer que la realidad se ajusta a tus deseos, míster Cameron estaba seguro de que los votantes rechazarían el bréxit. En Oxford no le habían enseñado que si un gobernante convoca un referéndum es porque apuesta su autoridad para que gane la propuesta que contiene la pregunta, no para que la pierda, pero cómo iba a saberlo un miembro del club de debate universitario donde se premia por igual la defensa de un argumento y su refutación y tanto daba una que la otra. Y aún el resultado exigió una concienzuda alquimia de comunicación social, de retórica en el mensaje y de manipulaciones de la opinión pública, y en eso sí son buenos los oxonianos.
La estrella más rutilante de esta galaxia de cínicos de alta cuna es, ya lo habrán adivinado, Boris Johnson. El tipo de payaso que empieza a ser común en el nuevo magma de la derecha occidental: ostentoso, resuelto y despreocupado de sus actos, al que Simon Kuper dedica la siguiente observación: Mira que es difícil sabotear la que probablemente sea la clase dominante más antigua del mundo, pero Boris Johnson lo consiguió. En su cargo como primer ministro personificó hasta el punto de la parodia todas las taras de los graduados de la public school y de Oxford: era un gentleman amateur, que se tomaba la política como un juego, repudiaba el trabajo duro e improvisaba sus discursos. Puede que incluso haya arruinado las perspectivas de éxito de la siguiente generación de señoritos del Oxford.
Que se lo pregunten a Rishi Sunak, empapado por el aguacero.