¿Quién iba a decirle a don Netanyahu que llegaría a hacer migas con el heredero político y espiritual de doña Isabel la Católica, la reina que inauguró la amena yincana histórica que terminó en Auschwitz? Mientras el exaltado ministro de asuntos exteriores, don Israel Katz, identifica España con la Inquisición, su jefe del gobierno confraterniza con el tataranieto de Torquemada. ¿Se imaginan a Ben Gurion del bracete de Adolf Eichmann? Pues sesenta años después, las agencias de prensa nos han servido esta foto en clave 3.0. Si don Abascal no es antisemita quiere decir que don Netanyahu no es semita: las palabras son un significante vacío, como descubrió el otro. A don Netanyahu y a don Abascal les une un sentimiento muy simple y resolutivo, el odio. Ambos quieren joder a alguien: el primero, a los palestinos; el segundo, a todos nosotros. Ambos tienen una zona de interés sobre la que creen poseer derecho de propiedad y quieren hacerlo realidad, aunque antes tengan que terminar la tarea, como proclamó el inspirado don Aznar.
¿Cómo hemos llegado a este extraño contubernio? La historia da tantas vueltas que el mejor relato es el que se da en formato tebeo. Pero, ¿cuándo empezó este meandro histórico que ha convertido a los cristianos antijudíos en fervorosos proisraelíes? La paradoja no es solo histórica sino también semántica porque durante muchos siglos judío e israelí fueron sinónimos, y aún hay gente que lo entiende así y considera pertinente incendiar una sinanoga so pretexto del martirio de Gaza. El dios del Sinaí nos mira desde el palco mientras se empapuza de palomitas.
Para cifrar una fecha, digamos que la cosa empezó a finales del siglo XVIII, con la revolución francesa y la americana. Las constituciones nacionales de nueva planta decretaron que los ciudadanos eran libres e iguales (como predica doña Cayetana) pero no fue obstáculo para que tan solemne declaración fuera compatible con la esclavitud de los africanos y la conquista de nuevas tierras a donde nos llevaba la codicia y el consiguiente sometimiento de sus habitantes. En Europa, por ende, teníamos un problema previo proveniente nada menos que desde la fundación del cristianismo: había una minoría que había matado a cristo. Así que después de intentar todo lo razonable, segregarlos, acosarlos, aislarlos, encerrarlos, etcétera, intentamos exterminarlos y casi lo conseguimos. Eso está muy feo, así que a alguien se le ocurrió la idea de que se fueran a un pedazo de desierto que las agencias de viajes de la época promocionaban como una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra. A los concernidos, esto les pareció de perlas; entre ser gaseados o recibir un título de propiedad inmobiliaria, a ver quién es el tonto que elige lo primero, y eso aunque seas gentil. Y así nació el estado de Israel, como un refugio de los judíos perseguidos en Europa y un paño para enjugar la vergüenza de los cristianos perseguidores. Ni perseguidores ni perseguidos quisieron saber que en la tierra sin pueblo había una población originaria. Los cristianos se sacudieron la culpa, los judíos ganaron el predio y los musulmanes nativos pagaron los costes.
El estado de Israel no es la tierra de esperanza que se quiso creer en los años de la posguerra mundial sino un error histórico que necesitará de ingentes dosis de buena voluntad, diplomacia fina y circunstancias favorables para remediar sus efectos. Ninguna de estas cualidades adorna a don Netanyahu y a su huésped don Abascal. El primero es el último fruto del añoso y desacreditado nacionalismo sionista; el segundo, el bagazo residual del fascismo que queda en el fondo de la tina de las democracias liberales.