De entre la miríada de acontecimientos que los días vierten sobre la especie humana, el viejo registra dos sucesos de las últimas horas –el décimo aniversario de la coronación de don Felipe VI y el fallecimiento de Anouk Aimée– y descubre sin sorpresa que ambos están teñidos de tristeza. En el primero es una tristeza oficial, deliberada y en el segundo, el efecto ineludible de las leyes de la naturaleza. El primero prolonga la desesperanza; el segundo clausura el ensueño.
La celebración del aniversario del rey don Felipe ha revestido forma de fiesta familiar y militar, lo cual es lógico porque la monarquía es por definición el negocio de la familia real y el jefe de la familia lo es también de las fuerzas armadas, sin que podamos adivinar las consecuencias últimas de esta coincidencia. En todo caso ha sido una celebración íntima y austera, incluso en el lema elegido para la ocasión, que es abrumador, cuartelero y sin resquicio al júbilo: servicio, compromiso, deber. Nada, pues, que ver con el carácter contagioso que el padre del titular, el campechano rey emérito imprimía a sus apariciones en público y que lo presentaba como una emanación del buen pueblo sobre el que reinaba. No hace falta rememorar las circunstancias –amantes, elefantes y sacos de dinero- que acabaron con la campechanía como atributo de corona española, la cual, en cierto momento, hoy hace diez años, pasó de rabelaisiana a calvinista.
España es un país de republicanos pasivos, que aceptan la monarquía porque tienen miedo de sí mismos. A falta de un acuerdo mayor somos republicanos de ikea y cada familia tiene la bandera en el felpudo de su domicilio particular. En las recientes elecciones europeas se presentaron en una sola lista nada menos que siete repúblicas in mente, que obtuvieron el 4,9% de los votos y tres escaños en Estrasburgo, ni siquiera uno por república. Las repúblicas balcánicas de ikea y el rey don Felipe ofrecen la misma imagen de lejanía y soledad, entre sí y respecto a la ciudadanía a la que dicen representar, como si no fueran parte del mismo sistema planetario. No me digan que no es motivo para que el ánimo se vea invadido por la melancolía.
Anouk Aimée es la clase de recuerdo cuyo final anuncia el tuyo y da ocasión para especular con cierto falso alivio sobre tu supervivencia porque aún eres diez o veinte años más joven que ella. Fue una de las lucecitas que iluminaron la caverna de la adolescencia a los innumerables seguidores de la iglesia mundial de la cinefilia. La imagen en la pantalla y el extraviado espectador en la sala oscura establecen una relación fugaz y a la vez perenne, lo que hace creer que ambos tienen la misma naturaleza, en algún plano de la realidad. La muerte, que siempre es real, introduce una enmienda definitiva a esta ensoñación.
En el café de esta mañana, Anouk Aimée ha sido tema de conversación y Iaccopus ha contado una célebre anécdota del periodista Alfonso Sánchez, crítico cinematográfico de referencia en la remota juventud, que en los festivales sobornaba al camarero para que en la cena de gala le sentara junto a la actriz francesa. No hay modo de saber si era una leyenda inventada por el memorable crítico pero mientras la historia volvía a contarse, Anouk Aimée estaba sentada entre los vejetes del sanedrín que se reúne en el café Kasual, y sonreía.